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¿Medios golpistas?

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Editar, almacenar y amplificar/difundir información son funciones centrales de los medios de comunicación. Remiten a sus intereses editoriales. No son funciones neutras o asépticas, como pretenden los cultores del mito de la objetividad periodística, ni pueden artificialmente inventar realidad e imponerla como verdad, como exclaman los propagadores del mito de la manipulación.

Esas funciones no se realizan en el vacío, existen complejas mediaciones entre la intención editorial de una empresa periodística, su producto y la puesta en circulación social del mismo. Los medios forman parte del conjunto de instituciones que inciden en la socialización. Ninguna de esas instituciones puede, aislada, afectar un proceso constitucional y ejecutar un golpe de Estado.

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Una constante de los golpes de Estado fue la ocupación de canales de televisión, emisoras de radio y sedes de diarios, lo que revela la importancia de los medios en las estrategias de control social y político. En el siglo pasado, los medios tradicionales eran la usina de la comunicación masiva y los golpistas precisaban dominarlos para gobernar la producción y circulación de noticias. El disciplinamiento de la sociedad comenzaba antes del golpe para construir consenso sobre el carácter inevitable de la ruptura; después del golpe, se profundizaba con el dominio de los flujos informativos.

El libro Decíamos ayer, de Eduardo Blaustein y Martín Zubieta, documenta la complicidad de los medios con el golpe de Estado de 1976. La instauración de la censura comenzó durante el previo gobierno constitucional. Tras el golpe, el entonces director de la revista Cuestionario, Rodolfo Terragno, escribió que “los diarios entraron en cadena” al publicar comunicados oficiales. La dictadura impuso un “servicio de lectura previa” (sic.) como filtro censor pero a las pocas semanas la autocensura fue más eficaz que el control externo. Sin embargo, sería disparatado atribuir el golpe de 1976 a la labor de los medios. Sería ingenuo creer que los militares se sostuvieron en el poder sólo porque controlaban (o contaban con) los medios.

Hoy en día, la vieja fortaleza de los medios está asediada por plataformas digitales, cuyos usuarios son más numerosos que la audiencia televisiva. Las nuevas plataformas operan globalmente y, aunque reproducen parte de la agenda mediática, habilitan inéditas y masivas posibilidades de intercambio informativo y de búsqueda de fuentes.

La historia contemporánea enseña que los medios son influyentes y por ello la política profesional y la actividad económica destinan muchos recursos y energías a atenderlos. Sin embargo, al sobredimensionar esa influencia, al investir a los medios de un poder que no tienen, el análisis subestima la capacidad de incidencia de otros agentes sociales, desresponsabilizándolos de las consecuencias de sus actos.

En noviembre pasado (http://www.perfil.com/columnistas/Los-medios-como-aguja-hipodermica-20141102-0021.html?no_mobile_check_var=true), esta columna recordó que la línea editorial adversa de los principales grupos mediáticos no restó apoyo electoral a varios de los actuales presidentes latinoamericanos. Pero constatar que los conglomerados de medios no son determinantes en el comportamiento social tampoco equivale a evaporar su peso en el troquelado del espacio público.

Para los partidarios de la simplificación, hay otras paradojas que habitan la polarización “omnipotencia versus nula influencia mediática”: los creyentes en la manipulación curiosamente eximen a los medios a los que son afines de tal práctica; el que manipula es el otro. Desde la vereda de enfrente, los adeptos a la consigna del periodismo independiente se presumen ajenos al condicionamiento de los anunciantes, pero denuncian a los otros como mercenarios al servicio de la pauta publicitaria. Ambos confunden su parcialidad con el interés general al proclamar que el bando opuesto, cuando cuestiona su legitimidad, amenaza la estabilidad democrática.

*Especialista en medios; en Twitter, @aracalacana