La cosa es así: en ruso las palabras “aceite” y “manteca” son la misma (que se pronuncia másla). Preguntar si algo está frito en aceite o en manteca (que no es lo mismo) es poco menos que imposible y la respuesta es apenas más que inútil.
Se trata de un uso cultural (todo está frito en manteca allí donde se habla ruso y a nadie se le ocurriría usar aceite importado para freír nada) que imprime sobre el lenguaje una marca indeleble. Es fácil indignarse al llegar a Rusia: todo lo que más ansiamos decir puede estar siendo expresado por su opuesto. Es cierto, la manteca no es lo opuesto del aceite, pero en un cierto contexto culinario sí lo es, y al cerebro occidental se le hace inconcebible que la misma palabra sirva para una cosa y su contrario. Al menos antes de leer a Zizek. Después, ya lo sabemos: los opuestos no se tocan, se incluyen en subconjuntos.
En la escritura china los conceptos “ojo”, “nariz” y “oreja” se dibujan casi igual. Si bien se pronuncian diferente, estas tres partes del cuerpo son casi idénticas luego de milenios de estilización, que –por ejemplo– han llevado a dibujar el ojo en vertical y no en horizontal como era de esperarse. Incluso el ideograma “uno mismo” es la palabra “nariz” con una coma casi invisible encima, ya que es la manera en la que los chinos se señalan: con un dedo sobre la nariz.
Nosotros, creo, usaríamos la palma de la mano derecha abierta y oprimida sobre el pecho, pero nosotros somos psicoanalizados, no solemos ver nuestra nariz y tenemos letras en vez de turbios ideogramas.
El lenguaje gobierna el pensamiento: palabras y semántica corrigen los errores involuntarios de un sistema en fallo permanente: “él vino a tomar” es una cosa en la que él se acercó para hacerse de un trago, mientras que “el vino a tomar” es la bebida a ser ingerida en unos minutos. Explicarle esto a un ruso debe provocar el mismo desconcierto que aterrizar en la China milenaria y querer abrir los ojos para terminar abriendo la nariz.