No siempre estamos donde corresponde, pero no depende de nosotras el lugar que se nos otorga. Parece complicado presentarnos de esta manera, con este halo de indefinición, estando dispuestas a definir lo que se nos ponga delante. O más bien, poniéndonos delante de lo que requiera una definición. Vale decir que somos bastante tangibles, nos hallamos por todas partes, con suerte se detienen a observarnos, gozamos del instante de la lectura, aunque habitualmente nos desestiman y en ciertos casos quedamos relegadas a las espaldas. Por si todavía no advirtieron nuestra existencia ordenadora, y sus incontables beneficios, vamos a presentarnos: somos las etiquetas. Nos ponen para aclarar los usos y las composiciones. Informamos y advertimos. Como las apariencias engañan, estamos para lidiar con ellas. Somos la verdad de los contenidos, o al menos debiéramos serlo. En los supermercados pueden encontrarnos por todas partes, en los distintos productos aunque, como dijimos al principio, no siempre donde corresponde. Estar a la vista no es nuestro privilegio, aunque ahora estamos luchando por obtenerlo. Durante mucho tiempo se las han ingeniado para ubicarnos en lugares inabordables, y a veces con letra diminuta que desanima hasta a los más concienzudos. En las tiendas ocupamos lugares de relevancia, dando cuenta de los materiales, las texturas, los modos de lavado y dónde pasar la cabeza (por eso lo de las espaldas); nos reproducimos sin parar en tiempos de saldos, sobre todo las etiquetas paupérrimas, las que tienen el destino más efímero y cambiante, las que nunca coinciden con el valor de las cosas, las despreciadas… las de los precios. También debiéramos confesar los embates de nuestra naturaleza simbólica, muy distinta a la anteriormente mencionada. Ya no las etiquetas materiales relativas al consumo, dispuestas por la obligación del intercambio comercial responsable, sino aquellas impuestas por los prejuicios, la mayor de las veces injustas o injustificadas. Pareciera que apelan a nosotras por el apuro de no pensar demasiado. O, en el peor de los casos, por arrogancia y desestimación. En lugar de favorecer el intercambio –aclarando el contenido, como ocurre por disposición en los productos etiquetados–, las personas se etiquetan entre sí, invalidando el reconocimiento. Etiquetan actitudes, gestos, modos de pensar; nos utilizan para la clasificación apresurada, el encorsetamiento. Atribuyen a los demás aquello que vilipendian, o se estampan rótulos antes de empezar a hablar.
Así como reclamamos por los derechos de exhibición frontal en los productos para que todos puedan saber qué están consumiendo y las etiquetas seamos fieles representantes de las decisiones personales, también quisiéramos –aunque esto no hay dónde reclamarlo– que dejen de abusar de nosotras para relacionarse entre sí.