Debajo de un toldo oscuro deshojado, la mujer recostada sobre la reposera de tres posiciones parece estar dormida. Lleva las piernas desnudas encogidas sobre el vientre chato; los brazos cuelgan sobre el piso (impulsos eléctricos fabrican esporádicos aleteos tartamudos). Del cobertor cuelgan baldes, trenzas de algodón, hojas de palmera. Es un comercio improvisado. Pero, ¿de qué? Perfora la imagen un muchacho diminuto forrado con impermeable vinílico transparente, mira a la cámara –no sonríe, no habla, no gesticula, solo ejecuta ese montaje visual–, trepa a la bicicleta roja que carga sobre el lomo dos canastos repletos de verduras. Con imperial displicencia, y sin retirar la vista de la cámara, inicia la marcha para perderse entre estrechos callejones serpenteantes.
En el núcleo del mercado la cosa no es muy distinta. La lluvia ha dejado a todos bajo techo. La perseverancia chirría como arena entre los engranajes del zoco que contempla el aguacero. El único que remonta el pasillo central es un larguirucho de jeans azules y camisa caqui. Engorda a su paso la ristra de hallazgos constantes. Protege la humanidad con un amplio paraguas azul marino; camina sinuoso, libérrimo, sin volver la vista atrás, como quien siente que anochece a sus espaldas. Finalmente la cámara y el larguirucho se detienen frente a una dupla de uniformados que anidan al costado de una conservadora de telgopor. Charlan y comen. Más Bicicletas, canasta, verduras.
De súbito el chaparrón se interrumpe, aunque ahora el agua se derrama desde las hojas tiernas de la hiedra en custodia. Los toldos se retiran, los comercios clausuran el paréntesis. La cámara nos abandona en el epicentro de la confusión, la cocina de un restorán atiborrado de clientes, en donde todo parece a punto de estallar; trozos de pollo crujen, se retuercen entre hortalizas, arroz sobre hornallas de hierro fundido. Con plasticidad encomiable, la simpática empleada vierte alimento en los cuencos de los clientes que inclinan el torso de manera mecánica.
Familias ríen, comen las familias. Beben cerveza, jugo de rambután. Se limpian de cansancio debajo del árbol de espléndido follaje. La cantina es estrecha, alberga pocas mesas. Banquitos azules de plástico cuya altura no supera las rodillas. También. Allí el presentador exprime su plato, interroga a la comida con notable naturalidad. Una vez fuera, Anthony deja pasar un instante, acaso para acostumbrar el oído al ruido infernal que construyen las motos, sus motores y las bocinas, para arrimar el rostro hasta la oreja de su amigo: “¿Y ahora qué sigue?”.
Anthony Bourdain: No Reservations fue un programa estrenado en 2005 y emitido, con idéntico formato en distintos canales, hasta 2012 (creo que he visto todos los programas, aunque atesoro de manera especial el de Vietnam; lo consumí en varias oportunidades antes de planificar mi viaje a Hanoi). Por lo demás, ya me quedé sin espacio y seguro ya conocen el cuento, pero si no pueden dedicarse por entero al documental que retrata aquella experiencia televisiva. Se llama Roadrunner (“correcaminos”) y está disponible en plataformas. Dirigida por Morgan Neville, la película recorre la vida del chef-escritor que pasaba 250 días alejado de su hogar, de un espécimen obsesionado en hacer que la vida funcionara como en su cocina (como sólo la muerte es pasajera).