Aunque se vaya de casa por unos pocos días y despotrique contra lo nuestro, porque viajar a veces significa tomar plena conciencia de lo bien que está el Primer Mundo en medio de su crisis, un argentino que se precie no debe jamás renegar de su nostalgia. Ni ocultarla.
Debe haberle pasado a Miguel Angel Montuori, un delantero rosarino cuya proyección no imaginaron a tiempo dirigentes de Racing y que, después de pasar por Chile, recaló en Florencia para convertirse en el primer –y seguramente uno de los más destacados– ídolo argentino de la Fiorentina. Casi 60 goles en cuatro temporadas entre fines de los 50 y principios de los 60 fueron suficientes en aquel entonces. Hoy le permitiría cotizarse en decenas de millones de euros. Aun siendo héroe en el entonces Estadio Comunal, Montuori habrá sentido nostalgia por no haber podido gritar goles en casa.
Montuori no llegó a ser uno de los Angeles de la Inundación: su carrera de jugador ya había terminado en noviembre del ’66. No fue de los que ayudaron a salvar de la ferocidad del Arno al Crucifijo de Cimabue, pero alegró como pocos a los fanáticos viola.
La elección de Florencia como sede futbolera de esta columna no tiene sólo que ver con una casualidad turística. Ha sido, y es, una de las plazas más fieles para nuestros futbolistas. Y viceversa: hasta entrados los 80, Fiorentina sólo tuvo un campeón del mundo, Mario Pizziolo con Italia, en 1934. Daniel Passarella y Daniel Bertoni desembarcaron en Viale Manfredo Fanti 4 con la medalla del ’78 colgada al cuello.
También anduvo por acá Ramón Díaz con sus goles. Y la invasión argenta rara vez se detuvo. Almirón y Batistuta. Santana y Terremoto Cejas. Balbo y Mario Santana. El Bocha Maschio y el Equi González. Dertycia y Daniel Osvaldo. La lista sigue. Hoy mismo hay cuatro de los nuestros en Fiorentina, con Gonzalo Rodríguez y Roncaglia a la cabeza. Pero ya no son tiempos demasiado serios para distinguir nacionalidades en el fútbol italiano. Para su mediocre temporada 2012-2013, el equipo de la capital toscana apenas incluyó cinco italianos contra cuatro argentinos y una banda de muchachos de Brasil, Uruguay, Montenegro, Polonia, Ghana, Mali o Egipto. El mamarracho de los oriundos probablemente provoque hoy otro tipo de nostalgias: la del futbolista italiano por jugar en su país.
Ahí, en esas porquerías de partidas de nacimiento extrañas y/o apócrifas que facilitan esa otra porquería de los pasaportes comunitarios de dudosa consistencia, es donde a uno se le diluyen las saudades. Porque para que esto de los oriundos tenga sentido, tiene que haber, al menos, dos oficinas de migraciones involucradas. Es un raro fenómeno este que establece que el problema del pasaporte trucho es del que lo emite y no de los países cuyos ciudadanos se adueñan, ni más ni menos, que de documentos falsos.
Latinoamérica es la meca de los oriundos. Y la Argentina, el lugar de donde sale la mayoría de ellos. Basta ver el fenómeno del Catania, donde la rareza es encontrar un jugador que no haya nacido en nuestro país. Esa es la zona del consuelo. Del parecernos institucionalmente al fútbol del Primer Mundo. Al fin y al cabo, ellos pueden ser tan truchos como nosotros. Imagínense que hoy está en plena discusión la posibilidad de habilitar un tercer extranjero no comunitario a los planteles. Encima de los cientos de oriundos, un no comunitario más. Asunto bastante parecido a esa cosa tan hermosa de nuestros dirigentes que no tienen plata ni para resembrar la cancha pero se piden a sí mismos –dentro del ámbito de la AFA, los que piden son los mismos que deciden– el derecho de incorporar un tercer refuerzo cuando sólo se pueden dos. O gastar en un jugador más si cualquiera del plantel se rompió los ligamentos. O si uno del equipo cayó preso.
Entonces, pasar por el Artemio Franchi y ver que los carteles señalan el camino al estadio para gli ospiti –los visitantes; mejor traducido: los huéspedes– sigue siendo una irritante muestra de civilidad para quien viene de un fútbol enfermo de violencia e intolerancia, pero ya hay de dónde agarrarse para no sentirse tan cipayo.
De todos modos, cuesta dejar de pensar en lo que habrán sentido Passarella o Bertoni brillando en ese estadio que desde Fiesole se ve más hermoso de lo que ya es. O en Batistuta, que a fuerza de goles bien hubiera necesitado construir su Ponte Vecchio para llegar a destino a tiempo sin atascarse en su idolatría.
Tchaikovsky, Galileo, Miguel Angel, Leonardo y el Batigol habrán significado más de una tarde de domingo cosas parecidas para muchos florentinos. No se enojen conmigo. El fútbol es una desmesura. A veces, afortunadamente desmesurado.
Otras veces, enfermo en su desmesura.
No sin emoción, sé que voy volviendo a ella. A la nuestra. A la de soñar con un domingo de fútbol menos malo que el anterior. O que el viernes. O el sábado.
O ese día de la semana en que los violentos amenazaron de muerte a Leguizamón. O el siguiente, en el que Palermo, acertadamente, adjudicó a los medios estar vinculado con el encubrimiento del barra de Boca, pero que automáticamente nos retrotrae a sus imágenes en Devoto o gritando un gol con los brazos en cruz. O aquel en que el entrenador del Sub17 cree que aún no fracasó, después de cuatro años de fracasos incesantes en el banco de suplentes o en las oficinas de Viamonte 1366. Y así seguimos soñando con que la pelota lo tape todo. Hasta la muerte del hincha de Vélez. O del periodista partidario de Racing. O la muerte futbolera en vida de decenas de miles de argentinos que eligen prescindir de su pasión tribunera con tal de sobrevivir al próximo conflicto entre barras.
Estar un rato lejos de casa ayuda a mirar en perspectiva. A sufrir con reflexión. Sin la bronca de la inundación, el piquete o el corte de luz. Y con la comodidad de saber que, más temprano que tarde, uno volverá a cobijarse en sus afectos. Porque, aun enojado, uno sabe a qué lugar pertenece. Y lo ama. Y sueña desesperadamente con poder ayudar a mejorarlo. Además, en Roma no queda mucho por hacer: alguien me acaba de confirmar que Francisco no preguntó por Migliore.