Hace varios años que el gobierno de Chile se ocupa seriamente de celebrar el Bicentenario. Encara la realización de importantes obras públicas, que mejorarán la vida de la sociedad, y promueve debates sobre el pasado y el presente, la libertad y el orden, la eficiencia económica y la equidad.
El gobierno argentino ha hecho poco hasta ahora, salvo usar el Bicentenario para bautizar una grosera apropiación de las reservas públicas. No están los tiempos para grandes obras públicas. Se han iniciado algunos emprendimientos culturales más modestos, que hoy están a la espera de que el secretario de Cultura termine de darles un formato adecuado con las ideas de los “pensadores nacionales” que viene citando como manes de la cultura argentina. Los debates deben mucho más a la iniciativa de la sociedad que a la del Estado.
Lo que sí se ha aportado desde las esferas oficiales es una lectura del pasado, una comparación entre la Argentina de 1910 y la de 2010. La han producido los intelectuales del régimen, entre quienes hay unos cuantos que viven de escribir sobre el pasado, y la repiten sin cambiar una coma funcionarios y políticos, desde la Presidenta hacia abajo. Sin dudas, es la versión oficial.
Según ella, la Argentina de 2010 es infinitamente mejor que la de 1910. Se dice que en 1910 los trabajadores vivían en conventillos, los militantes sociales eran reprimidos, la educación era deficitaria por la alta tasa de analfabetos, la participación política era restringida y la economía estaba sufriendo una deformación monstruosa a manos de los intereses imperialistas.
Cuestionar estas afirmaciones es tan fácil como refutar las cifras del INDEC. Basta con mencionar los bolivianos esclavizados en talleres clandestinos, la solapada represión cotidiana de la Bonaerense, las escuelas públicas convertidas en centros de asistencia a los indigentes, o simplemente describir lo que es hoy una elección en nuestro Conurbano.
Pero estos intelectuales merecen otra crítica, más profesional. Para elaborar este discurso, adecuado a las necesiddes del régimen, cometen un error elemental, de esos que cualquier estudiante de historia aprende al comienzo de su carrera. No sirve de nada comparar dos momentos del pasado si no se explica el proceso que los une. Dos fotografías no sirven. Hace falta conocer la película.
Si pensamos la película argentina del siglo XX, la miseria de nuestro presente y el brillo de nuestro pasado no pueden ser más evidentes. En 1910 la Argentina estaba en el comienzo de un espectacular proceso de expansión, que con sus más y sus menos, se prolongó hasta aproximadamente la década de 1970. Una economía relativamente próspera, que siempre aseguró el pleno empleo. Un Estado potente, capaz de imprimir un rumbo a la sociedad. Sobre todo, una sociedad con una gran capacidad de integración: primero fueron los inmigrantes europeos, luego los migrantes internos y finalmente los de los países limítrofes, quienes siempre vivieron aquí mejor que en sus lugares de origen. Fue una sociedad extremadamente móvil, en la que habitualmente los hijos estuvieron mejor que los padres, ya sea en educación, en posición social o en ingresos. Sobre todo, una sociedad democrática, en la que gradualmente fueron desapareciendo rangos y estamentos. Le tocó al peronismo, entre 1945 y 1955, darle a la sociedad argentina su último y formidable impulso democratizador.
¿Qué tenemos hoy? Una economía que ocupa a pocos, un Estado depredado y de capacidades licuadas y una sociedad polarizada, con 20% de gente extremadamente rica y 50% pobre o indigente. El cambio se inició a mediados de los setenta. El peronismo, que había coronado la construcción de la sociedad democrática, viene gobernando la actual desde hace mucho tiempo. Ha hecho y sigue haciendo mucho para que las cosas estén así, en los noventa y en el siglo XXI. Quizá por eso sus intelectuales y funcionarios hagan un esfuerzo tan grande por desmerecer los logros del primer centenario y tapar con un INDEC la triste realidad del segundo centenario.
*Historiador.