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Monólogo interior

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Ser puro, claro como el agua, traducir para millones la primera página de Ser y tiempo, explicar la Fenomenología del espíritu (entendiéndola o no), escribir por una vez en la vida –y después romperse– una palabra verdadera…

En el último almuerzo dominical, mi madre dice que entendió sólo una de las columnas que escribo, que no sabe para quién hablo, que escribo con la cabeza y no con el corazón. Una vez, Nacha Guevara me tocó con un dedo la frente y luego, clavándolo en el centro de mi pecho, me dijo: “Hay que bajar de acá para acá”. Antonio Machado, dicen, escribía sus poemas y se los leía a la cocinera. Si ella no los entendía, los usaba para encender el horno. ¿Sería la culpa de contar con el dinero y la educación suficientes para tener cocinera lo que le impedía ser lo bastante simple para escribir poemas que su cocinera comprendiera? ¿O le pagaba para mortificarse, para que ella, tal vez analfabeta e insensible, le dijera, al hombre que le pagaba, que no? ¿El mandato de simplicidad como masoquismo? Una vez inventé un chiste, el único que inventé en mi vida. Moisés llega hasta el punto donde se divisa el paisaje de la Tierra Prometida, el sitio al que Dios le dijo que condujera a su pueblo, el sitio adonde él no entrará. Bastante con haber recibido las tablas de la ley, bastante con haber visto al Señor como un fuego tras de la zarza. Moisés llega al punto, detiene su camello, señala y dice: “He allí la Tierra Prometida, nuestro lugar”. Su mujer se baja de su camello, se agacha, agarra un puñado de arena, se la muestra a Moisés y le dice: “¿Y para esto me trajiste hasta acá?”. Escribí ese chiste y lo puse en un libro que nunca publiqué. Uno puede dar hasta dolerse y siempre habrá otro que pida más. Lo extraño del Universo es que siendo esencialmente simple tiende a desarrollarse a lo largo de eones, miríadas de años, en formas de creciente complejidad. Acabo de ver por internet la pelea o combate boxístico que el sexagenario Mickey Rourke tuvo con un boxeador que contaba con la mitad de su edad. Lo sencillo es lo que se ve, un viejo de musculatura hipertrofiada por el consumo de anabólicos y la cara deformada por las cirugías que le pega lento y mal a un boxeador que no se sabe por qué no contesta y que a la primera piña mal pegada de costado se cae. Después uno revisa la performance del boxeador caído y ve que de nueve peleas perdió ocho y luego lee que hace año y medio que vive en la calle, pero la madre del caído dice que su hijo de ninguna manera participaría de una pelea arreglada (yo diría, mal arreglada), porque su hijo tiene un gran orgullo. Debe de tenerlo alguien que sube a un escenario sabiendo de antemano que lo único que hará será cobrar, antes, durante y después, y no obstante eso sube. Posiblemente, luego de hacer guantes con Robert De Niro, Sylvester Stallone elegirá a Mickey como rival, y el boxeador de la novena derrota seguirá orgullosamente en la calle. Sencillo y complejo al mismo tiempo. Una vez (no sé si esto lo conté), un amigo, cercano a los 40, empezó a practicar guantes en el Almagro Boxing Club. Sin otro propósito que contener su insana mente en un cuerpo sano.

Entrenó y entrenó y entrenó, y un día, en premio a su esfuerzo, lo hicieron subir al ring para cruzar piñas durante un round con uno de 20 años que estaba a punto de hacer su primera pelea como amateur. Luego de los primeros visteos, el preamateur acomodó a mi amigo un interesante upercut que lo hizo ver las famosas estrellas blancas y amarillas y escuchar durante un segundo la música celestial del desmayo, pero mi amigo se afirmó bien, hundió el mentón y respondió a lo guerrero, pensando: “Este hijo de puta a mí no me va a bajar”, y sacó fuerzas de flaqueza y durante tres minutos se dieron como en la guerra y mientras pegaba y retrocedía y recibía y avanzaba, mi amigo iba pensando: “Este es el combate de mi vida”. Al fin de esos tres minutos sonó el gong, mi amigo se fue a su rincón, deshecho, vino el entrenador y le preguntó: “¿Estás bien?”, y mi amigo respondió: “Fenómeno”. Entonces el entrenador se volvió al preamateur y le gritó: “Te dije, pelotudo, que no lo cuidaras tanto”.

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