Lo recuerdo como si hubiese pasado ayer. Era 1986, estábamos preparando un suplemento especial de River Campeón 85/86 en el diario Tiempo Argentino y me tocó ir a pedirle al Bambino Veira –hacedor de aquel gran equipo– una opinión de cada integrante del plantel. Cuando le dije “Pipo Gorosito”, me contestó sin vacilar, en legítimo idioma Bambino: “Es Mozart”.
A partir de ese episodio, cada vez que veía jugar a Néstor Raúl Gorosito, aquella genial descripción de Veira cobraba sentido. Le pusieron Pipo porque se llama igual que el ídolo de su papá, Néstor Raúl Rossi. Y originalmente jugaba en el puesto del primer “Pipo”, de volante central. Ahí debutó en Primera el 10 de julio de 1983, durante una huelga de jugadores profesionales de River que duró 45 días. Y desde allí, no paró más. Cambió el 5 por el 8, porque el titular en ese puesto era el Tolo Gallego. Después, cuando el Negro Enrique se afirmó por la derecha, fue al banco. Se quedó sin lugar fijo, porque Francescoli creció hasta los niveles que se le reclamaban y el Beto Alonso todavía escribía poemas con la zurda.
Finalmente, como sucedió infinitas veces, el pibe del club tuvo que irse a buscar la vida a otra parte. Siempre soñó con volver a River, pero no lo hizo nunca. Fue a San Lorenzo, con la camiseta número 10, jugando de 10 y funcionando como lo que hoy llamamos “enganche”. Si un chico pregunta como qué jugador de hoy jugaba Pipo, la respuesta es “como Riquelme”. Gorosito tenía un gran panorama de cancha y una pegada formidable, como Román. Hizo una gran cantidad de goles de tiro libre, como Román, y dio miles de asistencias para que el Beto Acosta se cansara de hacer goles, como Román con Palermo. Lo vendieron al Tirol FC de Austria en 1989. Le fue muy bien. Vino con el Tirol a jugar un verano a Mar del Plata y, en cuanto tocó la primera pelota, nos miramos y dijimos: “Ojalá que vuelva”.
Volvió en 1992. Lo recuperó San Lorenzo. Siguió siendo el Mozart del Bambino, el que parecía tener rueditas en la suela de los botines. Jugaba mejor que antes. Hasta parecía más fino, más estético. Convertía todo en bello, en un San Lorenzo lleno de problemas y jugando de local en Huracán, en Atlanta, en Boca o en donde pudiese. Otra cuestión que retomó a la vuelta de Austria fue su condición de líder. Una mañana de 1993, en club Banco Provincia, de Olivos, me pidió que le hiciera una nota. Teníamos una buena relación, pero no dejaba de sorprenderme que un jugador de ese calibre pidiera una nota. “¿Sabés qué pasa? Miele nos debe mucha guita. La única manera de que reaccione es verse escrachado en radio o televisión. Acá hay chicos que no tienen ni para el colectivo. Y eso es lo que me interesa. Yo tengo un cero kilómetro y plata guardada, puedo esperarlo un año, pero los pibes no saben si mañana pueden venir a entrenarse.” Obviamente, accedí. Pipo dijo su discurso y, dos días más tarde, la plata apareció mágicamente. Siempre me impresionó ese gesto y, además, el hecho de que un futbolista del nivel de Gorosito se atreviera a pedirle a un periodista que le prestara aire para decir sus cosas.
Estos líos con el presidente Miele lo alejaron del club hacia la Universidad Católica de Chile, donde la reunión con el Beto Acosta lo convirtió en ídolo absoluto. Tuvo un fugaz paso por Japón en 1996, volvió a San Lorenzo entre el ’97 y el ’99 y se retiró en la Católica en 2001.
Pipo Gorosito debutó como entrenador en Nueva Chicago, dos años después de su retiro. Su discurso era florido, transitaba por esa sospechosa afirmación de que “me gusta el buen fútbol”, como si a alguien no. Armó un equipo de buen trato de pelota, pero necesitó de tácticas y estrategias más sólidas que las del “buen fútbol” para ganarle la promoción a Argentinos Juniors y quedarse en Primera. San Lorenzo lo fue a buscar en medio de todo eso. Pipo fue con toda su ilusión. En el primer torneo armó un equipo muy versátil, aunque siempre ofensivo y terminó peleando arriba. En el segundo, le fue mal y tuvo que irse. Después pasó por Lanús y Central. El mejor recuerdo lo tienen en Rosario, cuando volvió el Kily y se sumaron Garcé, Darío Conca y el costarricense Paulo Wanchope. Hizo un buen trabajo, pero el caos eterno del club canalla se lo llevó puesto.
Recaló en Argentinos después de la traumática salida de Caruso Lombardi. Armó un equipo con lo que había, después sumó gente de experiencia y lo llevó hasta semifinales de la Sudamericana. Pero, por sobre todas las cosas, Gorosito demostró, como en ningún otro lado, que es un muy buen entrenador, capaz de resolver situaciones complejas, de convencer a los futbolistas de que hay cuestiones que no se negocian y que “nosotros tenemos que jugar de esta manera si queremos que nos vaya bien”. Argentinos es un equipo fuerte, aguerrido, capaz de golear y, también, de meter, a veces en exceso como en el partido de ida con Estudiantes. Gorosito convirtió a Néstor Ortigoza en el creador del fútbol del equipo, cuando notó que el Rengo Díaz no es el que todos creen y que a Gabriel Hauche es mejor tenerlo cerca del arco rival. Armó un equipo confiable, al que todos respetan cuando va de visita, y al que todos temen cuando lo visitan en el moderno cajón de Juan Agustín García y Boyacá.
Ahora llega a un River que está acabando la peor campaña de su historia, que tiene dirigentes sospechados, barrabravas metidos en el club y un plantel que debería ser renovado con urgencia.
Pero River es la cuna de Gorosito. Y Pipo está en un momento excepcional. Entendió que la profesión de entrenador, en estos tiempos, es la de armar equipos en los que pueda confiar, con lo que puede tener. A River le perdieron el respeto y sus jugadores no logran infundirlo. Por eso, el primer desafío de Gorosito es que a River vuelvan a respetarlo, como cuando jugaba Rossi, el Pipo original. Y como lo respetaban cuando el Bambino Veira lo llamaba “Mozart”.