Tanto La permanente, de Marta Lopetegui, como La máquina de pelar manzanas, de Luciana Pallero, dos libros cortos editados por Blatt & Ríos, cuentan historias de mujeres y permiten entrever la evolución de la izquierda argentina de los últimos cuarenta años. La permanente es una colección de relatos que reconstruyen la biografía de la autora. Lopetegui nació en 1955, vivió en España y ahora se dedica a la confección de indumentaria como la otra Marta, su personaje, cuyo padre se vino del campo al suburbio y se hizo policía. Una hija siguió sus pasos, fue amante de un comisario y parte del aparato represivo de los 70. Su hermana militó en la izquierda radical y el libro describe con detalle la vida clandestina en esos años.
Algo no terminó bien con la militancia de Marta. Uno de los cuentos relata un viaje a Cuba con su hija, muchos años más tarde, en el que aparece la nostalgia y la veneración por el Che, la revolución y los años combativos, pero también la incomodidad por la corrupción en la isla y la comprobación final de que uno de los compañeros de viaje había sido un delator. También aparecen otros elementos amargos. La calificación de “ingenuos” que les dedica a sus antiguos camaradas, la oscura relación con la hermana policía y, finalmente, tras hilvanar recuerdos familiares y describir los detalles de su trabajo actual como pequeña emprendedora textil, Lopetegui cierra el libro con una frase demoledora: “Esto se me ocurrió porque me puse a pensar por qué no soy capaz de poner la lupa en algunas cosas que han pasado, las cuento desde arriba y parece que si pudiera las quemo”. Hay algo trágico y sincero en La permanente.
En la novela de Pallero no se habla explícitamente de política. La autora nació en 1978, vivió en Santa Fe y en Cuba (se me ocurre que podría ser la hija del productor de cine Edgardo “Cacho” Pallero). Su heroína, Anita, vende tortas horneadas por ella en Palermo Soho los fines de semana. Al principio, la novela transcurre por senderos ingenuos. Ana vive en una pensión en Balvanera con sus amigas Mery y la paraguaya Arminda. Es amiga del boliviano Calderón, que le presta una bicicleta y todos los días piensa cómo mejorar su industria y sus ventas. En Palermo se enamora de un músico callejero que le enseña a apreciar el jazz, que es en realidad un burguesito becado por sus padres. De pronto, cuando Ana se pelea por la calle con un automovilista, el libro cambia de registro y de volumen. “¿Qué pensaba el gordo? ¿Que era un insulto que me metiera el dedo en la concha? Más vale que no, pero lo que me dio bronca era que él se pusiera a hablar de mi concha”, razona, y cuando descubre el auto del gordo estacionado, se lo destruye a cadenazos. Luego rompe con el novio y pasa un fin de semana tomando cocaína y practicando el sexo en grupo para después volver a ser una chica que tiene una herida íntima por el abandono de la madre. En el camino, Pallero le prescribe a Ana la moral apropiada para una chica proletaria de este siglo: feminismo, fiesta, odio de clase, solidaridad obrera y latinoamericana, actitud desafiante ante el mundo. Entre la experiencia de Marta y la que Pallero imagina para Anita transcurrieron los años en los que la ferocidad de la ideología se transformó en receta para una vida cotidiana desolada.