Levanto el teléfono por quinta vez: “Hola, es un trabajo para la Universidad, ¿vos me podés decir cómo es la recepción del teatro argentino en el exterior?” Epa. Corrió la bola: “el exterior” premia un producto nacional. Pero la pregunta es incontestable.
El exterior no existe como tal. Alemania, México o Brasil presentan casos muy diferentes de recepción. Y el teatro argentino no es un producto: es “muchos” teatros. Antes supo haber tres: oficial, comercial e independiente, que ahora presenta franjitas, de las cuales la más singular es eso intimísimo que se hace sin prensa en casas o pequeños reductos (Vera Vera, Defensores de Bravard, Silencio de Negras, Escalada, etc.) que luchan no ya por obtener subsidios (como las salas “normales” integradas a Artei), sino por resistir a las clausuras. Las salas nucleadas en Escena lograron modificar la ley urbana para poder cumplir con las habilitaciones y ofrecer un teatro exquisito, cuerpo a cuerpo, tal vez aún intraducible a ese “exterior” que no puede reproducir este modelo, estos textos, estas texturas.
Muñecas taiwanesas, de Christian García, es un buen ejemplo: tres actrices (de un virtuosismo que en el “exterior” ya hubiera sido cooptado por espacios redituables) interpretan a tres bailarinas con nombres de tías viejas que dejan el alma en un embrollo coreográfico, con un afán desesperado de orden, de entrenamiento, de sentido. ¡Si a todos nos gusta el orden, claro! Pero este pequeño gran montaje demuestra que sólo hay caos.
En cada entrevista sobre exportación teatral, pensé esta semana en esas bailarinas locas y mal llamadas (Elsa, Beatriz, Marcela) y me pregunté si no era ese teatro nuestro una suerte de sofisticada muñeca taiwanesa buscando sin buscar un mercado donde vestirse por primera vez de lujo.