Nunca he visto el programa de Tinelli y no obstante estoy perfectamente al tanto de todo lo que sucede en él. Nunca lo vi, y sin embargo lo sigo; estoy en condiciones de comentarlo y, de hecho, ya lo he comentado en alguna que otra ocasión. Ese rasgo, a mi entender, define bastante bien el carácter de ShowMatch, o de “Bailando...” o de “Cantando...” o de “Patinando por un sueño”, de VideoMatch o de como se llame: no hace falta verlo para estar enterado de él. ¿Y eso por qué? Porque forma evidentemente parte de la cultura que flota en el aire, de los temas de los que se habla, de la atmósfera que se respira en cualquier sentido común. Uno puede no ver el programa de Tinelli, pero se entera si ve alguno de otros muchos programas; o si escucha más o menos la radio; si lee o si hojea los diarios; o si pesca al vuelo conversaciones al pasar. De Tinelli se habla, de Tinelli se sabe, y es ese poder de infiltración en la cotidianeidad más llana lo que lo vuelve relevante, relevante a pesar de su trivialidad, o tanto más a causa de ella. Es muy distinto lo que ocurre con los programas “de culto”, aunque de ellos también se habla, aunque de ellos también se sabe; lo culto de los programas de culto desvía la antinomia entre elitismo y cultura de masas y la reinventa como elitismo al interior de la cultura de masas. Si Tinelli en cambio es cultura, lo es en un sentido antropológico, como signo promedial de nuestros usos y costumbres, de nuestros hábitos y nuestras creencias; por eso es posible seguirlo sin tener que verlo.
Pues bien, Tinelli esta semana produjo un acontecimiento de significación para la historia de la televisión argentina: reemplazó a una persona real de carne y hueso por su mera silueta recortada en cartón, y demostró que daba exactamente lo mismo. Antes de eso, ya venía demostrando que daba lo mismo a la hora de capturar el gusto mayoritario de una gran teleaudiencia, poner a uno que canta y que baila que a uno que ni canta ni baila, a uno que habla y se ríe que a uno que no se ríe y tampoco habla. De ahí al muñeco faltaba solamente un paso, y ese paso es el que acaba de dar. Y al darlo comienza a iluminar, en línea retrospectiva, lo que de muñeco (muñeco parlante) ya había por ejemplo en el pobre rico Ricardo Fort, o aun en el propio Tinelli. La televisión como desfile hilarante de siluetas de cartón. ¿Por qué no? Si tantas caras han sido quirúrgicamente deformadas para dar bien en cámara, pagando el precio de la absoluta monstruosidad personal, ¿por qué no una televisión poblada al fin del todo por caras de goma y muñecos de cartón?
Alguna vez se logrará, si es que no se ha logrado ya, hacer en la televisión un programa sobre nada. No digo un programa trivial, un programa vacío de contenidos o de ideas interesantes, no digo programas huecos o banales o entregados por desidia al fervor de lo menor; mucho menos alguno de esos tantos programas que, a falta de un asunto mejor, se ocupan de los otros programas. Digo algo más inquietante y más radical, más visceral y más extremo: un programa sobre nada, nada de nada, absolutamente nada, la nada misma. En ese punto altísimo, y a la vez vacante, la televisión confirmará el tan famoso veredicto de Mc Luhan de que el medio es el mensaje. La televisión, antes que transmitir esto o aquello, transmite televisión; y cuando vemos televisión vemos eso: televisión, antes que tal programa o que tal otro.
Me parece que Tinelli está persiguiendo ese objetivo, cuando, por caso, monta baile y después resta baile, o cuando pone a Tito y después sustrae a Tito: la utopía límite del programa sobre nada, del programa que da cero (pero treinta y tanto de rating). Cuando lo logre, ¿qué quedará? A mi entender quedará el lenguaje. No la imagen, aunque la televisión sea imagen, sino el lenguaje. Porque incluso cuando en la pantalla no haya nada, o haya algo que, por lo vacuo, equivalga finalmente a una nada, la palabra perdurará: el discurso abundante del animador-relator-presentador continuará, ha de seguir de modo incesante, presentando y relatando y animando esa nada, nada menos que esa nada. Recuerdo ahora una experiencia que podría resultar piloto: los micros del mediodía que hacía Roberto Giordano hace años en la televisión. Llevó un tiempo comprender lo que ofrecía: no ofrecía peinados, ni cabezas en movimiento; no ofrecía modelos ni desfiles ni diseños ni nuevos apliques: ofrecía un juego impar y acaso psicótico de significantes vaciados, pero tangibles. Un lenguaje, el misterio inefable del lenguaje sin objeto.