Cada vez que gente como Elisa Carrió habla con tanta vehemencia de la necesidad de prohibir los casinos y los bingos de ciertos centros urbanos hay que abrir bien los sentidos.
Entusiasmar hasta a jubilados y a las amas de casa a dejar hasta lo que no les alcanza en la timba está mucho más cerca de ser un señuelo perverso legitimado por las leyes del Estado que habilitar el derecho a despilfarrar el dinero de uno a cambio de un rato de abstracción.
Lo digo desde el conocimiento de causa: sé que, para mucha gente –durante un tiempo fue mi caso–, sentarse acodado en una mesa de póquer o transpirar desaforadamente desparramando fichas en un paño de ruleta son formas de huir de ciertos malos momentos. Lo estúpido es no darse cuenta de que se huye de un presunto infierno para meterse en otro.
Supongo que nada de esto será novedad para muchos de ustedes. Sin embargo, quizás a alguno le sorprenderá saber que, cuando se habla de maquinitas, se habla de un sistema programado para pagar un porcentaje, bien bajo, de lo que reciben. Lo peor es que la mayoría de los jugadores estables lo saben.
Es algo así como si estuviera predeterminado que, por cada fecha de nuestro fútbol, sólo pudiese haber un ganador visitante. Y no como consecuencia de una lógica estadística, sino porque así lo establecen quienes manejan el negocio. Sólo de esa manera empezaría a comprenderse la norma que nos prohíbe ir a canchas ajenas.
Por cierto. Ni el fútbol ni el deporte en general están ajenos a este fenómeno.
Mucho antes de que se informara de la firme intención de Daniel Angelici y sus colegas de, finalmente, habilitar las apuestas online para nuestro fútbol, cada partido de los que se juegan formalmente en nuestro país alimenta la oferta de las casas más populares del planeta. Los argentinos pudimos apostar por partidos que jugaron futbolistas que hace rato están retirados. En casas de apuestas norteamericanas, inglesas, austríacas… sin que nuestros clubes vieran un mango por ello.
Este puede ser uno de los pocos argumentos indiscutidos del proyecto: reciban plata o no nuestros equipos, igualmente se puede apostar por sus encuentros. De tal modo, mejor hacerlo en casa. Regularlo. Sacarle jugo.
Por cierto, las principales empresas del rubro han invadido tan profundamente el deporte mundial que muchas de ellas auspician autos de Fórmula Uno, equipos de cricket, de rugby y de fútbol, entre tantas cosas. Hasta hay ligas cuyo principal sponsor es justamente una casa de apuestas. Esto alimenta, también, a quienes adquieren los derechos de televisación de las competencias.
Si prescindiéramos de que quienes juegan, quienes cobran y quienes pagan son seres humanos y no simples marcas, podría decirse que las apuestas han pasado a ocupar un espacio decisivo en las finanzas del deporte profesional. Un espacio que, si excluyéramos al negocio del juego, nadie más podría ocupar aportando tantos recursos.
Pero el asunto no pasa sólo por el nombre de una liga, o el de un equipo de fútbol o el de una señal de televisión paga. Todo esto involucra personas. Desde los dueños de los clubes hasta el apostador más modesto.
Entonces, salen a la cancha otros factores. Hace un tiempo, en este mismo espacio, se explicó de qué se trataba el negocio de las apuestas vinculadas con los partidos de tenis. De tal modo, no tiene sentido recordar las anécdotas que explicaban claramente que la solución para evitar el arreglo de partidos –o de parte de los partidos; con eso alcanza para armar un negociado– no era perseguir a las mafias o apretar a los jugadores, sino suprimir al tenis del negocio. Se trata del deporte que, probablemente, más cantidad de apuestas por partido puede general: mínimo, una apuesta por cada tanto.
Sin embargo, la tendencia es a la inversa y hasta la entrañable Copa Davis tiene un auspiciante del rubro. Eso sí, los casos de sanciones por conductas sospechosas son bastante frecuentes. Tanto como las sospechas de abruptos finales de carrera. Y hasta alguna muerte nunca debidamente aclarada.
Se supone que los episodios extremos tienen que ver con intereses espurios: no son pocos los tenistas que admiten haber sido perseguidos por los soldaditos de la mafia que salen a la caza de jugadores necesitados de dinero más que de puntos para el ranking.
Entonces, todo pasa a estar en duda.
No pensemos en la Premier League, en la que el año último se produjo una sorpresa mayúscula con el título ganado por Leicester. Tan mayúscula que varios operadores del mercado ofrecieron pagar a quienes tenían boletos jugados a manos del equipo de Leo Ulloa varias fechas antes a una tasa algo inferior pero con el beneficio de que te daban campeón al equipo antes de que eso de produjera realmente. Lógico: con sólo haber apostado 50 libras en octubre de 2015, uno hubiera embolsado 250 mil. Cómo lamento que no haya habido un local de William Hill al lado de la casa del ex jugador de San Lorenzo cuando lo visitamos durante el último Mundial de rugby.
Tampoco pensemos en la Serie A, que ya a fines de los 70 metió presa a una banda de futbolistas por arreglar partidos involucrados en la boleta del Totocalcio, Prode italiano por el cual hasta Paolo Rossi sufrió consecuencias.
Desde hace décadas que se apuesta en el fútbol. Y la mayoría de las ligas han sufrido el sacudón del amaño. Sin embargo, así como se produjo la estafa, en general hubo una sanción.
No hace falta que le recuerde el rigor de la enfermedad que atraviesa nuestro fútbol. Comenzar ahora con el inventario sería tedioso e improcedente: el artículo de uno debe terminar alguna vez, así comienza el artículo de otro.
Pero no puedo dejar de mencionar un diferencial decisivo entre cómo es el negocio de las apuestas fuera del país y cómo podría serlo en casa. Más que el negocio, el negociado.
Ustedes han escuchado infinidad de casos de equipos que han puesto poco entusiasmo en ganar algunos partidos en los que una derrota propia podía perjudicar al clásico rival. En alguna ocasión, hasta para acercar al presunto enemigo a una instancia de descenso.
Pasó en 1991 cuando Boca no quiso ganarle a Oriente Petrolero y dejó fuera de la Libertadores a River. “No hay que ganar, porque si no, van a cobrar”, gritaba esa funesta tribuna liderada entonces por José Barrita.
Pasó hace poco, cuando Racing perdió con Quilmes un partido que perjudicó a Independiente. El siempre noble Sebastián Saja fue el primero en admitir lo incómodo que hubiera sido ganar ese partido. Y lo difícil que fue jugarlo. La “hinchada” no lo hubiese perdonado.
Imagínense ustedes. Los barras, que no dejan negocio por hacer con tal de chuparle la sangre al club que dicen amar, han apretado al más pintado por asuntos tan idiotas como hacerle daño a distancia a ese rival cuya inexistencia nos convertiría en menos grandes de lo que somos.
¿Qué no harían en nombre del negocio de las apuestas? En un torneo con treinta equipos, repleto de partidos cuyo resultado es poco menos que irrelevante, ¿cuánto les costaría apretar al plantel para perder a cuenta de una apuesta contra la propia camiseta?
Hay infinidad de cuestiones más profundas para discutir antes de que algo de esto se ponga en marcha.
Pero sólo imaginar que se habilite una veta más para la mugre me pone infinitamente más cerca del NO que del SI.