Existen dos miradas predominantes y contrapuestas sobre cuál es la política social adecuada para enfrentar la pobreza que caracteriza a nuestra sociedad.
Una plantea que nos encontramos frente a un verdadero cuadro esquizofrénico ya que se demanda a la población que acceda a un trabajo para poder vivir, pero no se generan las oportunidades de empleo necesarias para ello. En consecuencia, es imprescindible otorgar ingresos monetarios en forma relativamente amplia sin que se exija la realización de labores a cambio. La arbitrariedad y el clientelismo a los que puede conducir la implementación de esta mirada son evaluados como “consecuencias no deseadas” y el programa Jefes/as de Hogar fue su expresión más visible.
La otra mirada acusa a la anterior de “asalariar la exclusión” ya que afirma que no sólo es preciso otorgar dineros sino además que éstos surjan de un trabajo. Por esta razón abogan para que los ingresos otorgados tengan una labor de contrapartida. Se afirma, además, que esta es la única vía para fomentar una cultura del trabajo y eliminar el clientelismo.
Ambas posturas tienen bases donde apoyarse: en verdad, llevamos mucho tiempo con alto desempleo aun después de experimentar coyunturas de alto crecimiento económico. Así, nos cuesta reconocer que el crecimiento no tiene, ni aquí ni en otras latitudes, el impacto sobre la creación de puestos de trabajo que tenía en el pasado y en consecuencia apostar todo al crecimiento económico es un grueso error que sólo puede resquebrajar aun más el maltrecho tejido social argentino. Por ello, para esta mirada, el capitalismo argentino todavía tiene que probar que es capaz de generar trabajo antes de abandonar políticas amplias de transferencias monetarias a desocupados.
Por el otro lado, quienes sostienen la importancia del trabajo como factor de inclusión social argumentan que la autoestima, elemento esencial para una vida digna, se erosiona ante la ausencia de una actividad laboral porque ésta es la forma predominante de adquirir reconocimiento frente a los otros. Afirman también que la ausencia de trabajo en forma prolongada es mucho más que ausencia de ingresos para vivir, es simplemente pertenencia o no a la sociedad, y la falta de “afiliación social” es causa de males como la depresión, el conflicto familiar, las adicciones y hasta el suicidio.
En este debate podemos quedar entrampados ya que no parece viable plantear esquemas generalizados de otorgamiento de ingresos desvinculados de obligación alguna sin desincentivar la inclinación al trabajo o caer en la arbitrariedad clientelista. Pero, si bien el trabajo es factor de autoestima e inclusión social, chocamos con la realidad de que el capitalismo argentino parece incapaz, hasta el momento, de otorgar empleo a todos los que demandan. ¿Podemos salir de esta trampa?
Es posible encontrar soluciones cortando camino entre estas dos posiciones. O sea, combinando ingresos generalizados e incondicionales como sugiere la primera visión con otros condicionados al cumplimento de ciertas labores como sugiere la segunda mirada.
¿A quiénes otorgar ingresos incondicionales? En primer lugar y en forma universal, a todas las personas mayores porque ellas ya dieron su aporte a la sociedad y, además, a todos los niños, dado que lo harán en un futuro. Los ingresos condicionales (que requieren una labor) deben estar orientados exclusivamente hacia los desocupados.
Hay sin embargo una importante distinción entre ambos tipos de ingresos. Aquellos para niños y personas mayores deben ser universales y como son simples transferencias monetarias pueden ser administrados con cierta facilidad por el Estado nacional. Los segundos requieren la organización de actividades productivas o sociales, desafío de por sí complejo y que exige la creatividad de gobiernos locales, empresas y organizaciones de la sociedad civil para poder concebirlas e implementarlas.
Avanzar por este camino implicaría un enorme avance en la redefinición de la política social argentina. Niños y mayores serían acreedores de un ingreso sin más trámite que la solicitud rompiendo la dependencia respecto de quienes administran los recursos de la política social. Por otra parte los desempleados, empezando por los sectores más críticos dentro de ellos, obtendrían un ingreso a cambio de una labor productiva o social comprobada. Por otro lado es importante señalar que estos recursos se agregan a nivel del hogar, ya que una familia sumaría al ingreso del jefe de hogar el salario familiar provisto por derecho de sus hijos.
¿Es viable financieramente una propuesta de este tipo? A modo de ejemplo, generar un ingreso básico aceptable para los casi 6 millones de niños cuyos padres no perciben asignaciones familiares insumiría alrededor de 9 mil millones de pesos. Por otro lado, los jefes de hogar desocupados con niños a cargo son alrededor de 300 mil; un programa para ellos con labores de contraprestación oscilaría en torno de los $ 1.500 millones. En suma, estamos hablando en este ejemplo de poco más de $ 10 mil millones, cifra que el presupuesto nacional 2008 asignó a los programas asistenciales.
*Profesor titular, UBA. Investigador principal, Conicet.