A estas alturas debería quedar claro que una economía con 25% de inflación anual, déficit fiscal, déficit externo, pérdida creciente de reservas líquidas, estancamiento del empleo privado, grave distorsión de precios relativos, pérdida de competitividad externa, y con un crecimiento magro, necesita un ajuste, aunque se pretenda esconderlo detrás de la catarata de palabras vacías que, diariamente, nos entrega el jefe de Gabinete. Palabras que, dicho sea de paso, nunca podrán justificar por qué el Gobierno dejó desamparados a miles de ciudadanos argentinos en una terrible noche cordobesa.
Lo que ahora hay que debatir es la magnitud del ajuste que se necesita y cómo y quién lo hace.
La magnitud, en el corto plazo, dependerá de cuánto endeudamiento neto se consiga, en el camino al “reendeudamiento” que ahora se procura.
Pero está claro que la Argentina como “empresa” no tiene hoy un problema financiero (que podría arreglarse con deuda) sino que tiene un problema económico, que sólo se arregla con un cambio sustancial de la política económica. Insisto, cuando se tiene un problema económico, la deuda puede postergar la solución por un tiempo, pero no “es” la solución.
Mucho menos en el caso argentino, donde la deuda, por ahora, sólo puede ser de muy corto plazo, de manera que este mismo gobierno, o el próximo, deberán renovarla o pagarla. Para peor, el Gobierno se va a endeudar en dólares “baratos” y tendrá que devolver dólares “caros”: necesitará más pesos en el futuro para cancelar esta nueva deuda.
Nótese que los “créditos de proveedores” de chinos o rusos no sirven para engrosar las reservas, dado que son créditos para las empresas chinas o rusas que proveen bienes de capital. Sirven para mejorar infraestructura, pero no son dólares que entran.
Dado que el endeudamiento que se consiga no será sustituto del ajuste, el ajuste habrá que hacerlo igual, y cuánto antes, mejor, o menos costoso.
Y allí entra el tema de su diseño.
Tanto el gobierno nacional como los gobiernos provinciales han decidido que el ajuste lo haga el sector privado más productivo, por un lado, y el de ingresos fijos, por el otro.
A los primeros se les cobran más impuestos y se les reduce su rentabilidad a una “tasa razonable” con “precios adecuados”, y de acuerdo con la “cadena de valor” (¿será por lo de “oíd el ruido de rotas cadenas”?).
A los segundos se les cobra un impuesto inflacionario creciente, que reduce el poder de compra de sus ingresos.
Pero este esquema es meramente transitorio. La caída de la rentabilidad tiene un límite, más allá del cual las empresas cierran o se corta el sistema de pagos y cobros.
La baja del salario real, también, puesto que, en particular en el sector público, donde no existe el problema del empleo, los conflictos llegan a niveles insostenibles y obligan a aumentos salariales bruscos y de emergencia. (Como ha sucedido esta semana en Córdoba y La Rioja, y como seguirá sucediendo en el resto de las provincias, con las policías primero y el resto de los empleados públicos después.)
En este contexto, la idea de reducir el déficit fiscal nacional para minimizar el financiamiento con emisión, bajando subsidios al consumo de electricidad, gas y agua de los sectores de más altos ingresos que aún no han sido alcanzados por la eliminación anterior, va en el sentido correcto, pero puede ser neutralizada, en términos netos, por los aumentos salariales y de jubilaciones no incluidos en los presupuestos nacionales ni provinciales.
Además, esa eliminación parcial de subsidios no resuelve el problema de las empresas concesionarias, sólo mejora la situación fiscal.
A su vez, la idea de acelerar la devaluación y mantener “baja” la tasa de interés en pesos incentiva aun más la postergación de exportaciones (cuanto más tarde exporte, más gano) y el adelantamiento de importaciones (cuanto antes importe, menos pago), y acelera la cancelación de deuda externa por parte de las empresas.
Cada ciclo populista termina de la misma manera, tratando de postergar el ajuste con deuda e inflación hasta que la situación se vuelve insostenible y el ajuste lo termina haciendo el mercado.
Esta vez, todavía con buenos términos del intercambio y liquidez global, podríamos probar con terminarlo de una manera menos traumática