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Asuntos internos

No atiendan el teléfono

No soy alguien inclinado a hacer partícipe al resto del mundo de sus propias fobias, pero si hay algo que detesto es que me llamen por teléfono.

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No soy alguien inclinado a hacer partícipe al resto del mundo de sus propias fobias, pero si hay algo que detesto es que me llamen por teléfono. Quien recurre a él sin haber evaluado antes otras posibilidades de comunicación es un maleducado y un cretino. Hay alguien en Estados Unidos que opina como yo: Alexis Madrigal acaba de publicar en la revista The Atlantic un artículo donde repasa sumariamente la historia del teléfono desde su invención hasta la actualidad. Hubo una época, recuerda Madrigal, en que cuando el teléfono sonaba era imperativo responder. Entonces no era posible ver la lista de las llamadas perdidas: si uno no atendía a tiempo, solo podía lamentarse y vivir con la duda de quién había llamado o esperar a que esa persona decidiera volver a intentarlo. Era muy probable que aquella persona que nos había llamado tuviera algo importante que decirnos, y nosotros habíamos dejado pasar esa oportunidad. Perder una llamada era algo terrible. “No responder el teléfono era maleducado y también un poco inquietante, como ignorar a alguien que golpea a la puerta. Por esta razón, responder era una costumbre universal”, dice Madrigal.

Madrigal no cree que sea necesario volver a aquella imperativa necesidad de correr al teléfono cada vez que suena. Para él se trata de algo que alguna vez existió, “como los líquenes que crecen en las rocas de la tundra o las bacterias que se adueñan de un fruto caído de un árbol”. Lo que a Madrigal le atrae es indagar en algo que está desapareciendo, justamente porque eso está ocurriendo ahora, es contemporáneo a nosotros y, en tanto que contemporáneo corre el peligro de pasar inadvertido.

Ya nadie contesta el teléfono. Pero no solo los individuos: muchas empresas hacen lo imposible para eludir responder el teléfono, crean aplicaciones y modos subalternos de comunicación que evitan tener que prestar atención a lo que dice una voz al otro lado de la línea y obligarse a tener que interactuar con ella.

Dice Madrigal: “De las cincuenta llamadas que recibí en el último mes debo de haber respondido cuatro o cinco”. Igual que yo. Quiero decir, la misma proporción: de las diez llamadas que recibí en el último mes debo de haber respondido una. ¿La razón? Hay muchos modos a través de los que comunicarse, y son más dúctiles, creativos, simpáticos y fieles porque mezclan palabras, emojis, fotos, gifs, videos y links. La llamada telefónica se volvió obsoleta, al punto que estoy esperando ansioso desde años la aparición de un teléfono inteligente que sirva para todo, menos para hacer o recibir llamadas.

Pero hay más razones por las que reaccionar con sospecha a las llamadas telefónicas: la mayor parte son spam. Si al atender no se oye la voz de Horacio Rodríguez Larreta es la del empleado de un call center queriéndonos vender algo. Las pocas veces que atiendo el teléfono de línea, se dispara un mensaje grabado. Puede ser de Rodríguez Larreta, pero también de otra persona. Otras veces solo oigo silencio. Pero es probable que ni siquiera haga falta responder, porque con el simple hecho de haber atendido le estoy diciendo a un robot que ese número está activo. Y tal vez eso sea todo lo que quería saber.

Llamar por teléfono es una práctica invasiva, molesta, irrespetuosa e inservible, justificable solamente en caso de accidente o de secuestro. Aunque debo decir que en este último caso siempre prefiero la nota manuscrita de pedido de rescate antes que la llamada telefónica, sencillamente porque ayuda a erradicar esa falsa idea de que con la escritura no se puede ganar dinero.