Me di el gusto de participar en un muy esperado –y algo postergado– evento Michaux. De él siempre me han llegado extraños sonidos: su poesía es más filosofía que otra cosa. Y si es filosofía, debe andar cerca de un nihilismo muy alegre. Una parte enorme del atractivo que Michaux ejerce sobre los seres humanos es sus infinitas ganas de decir que no. A casi todo.
Ariel Dilon, traductor y gestor de este encuentro luminoso en el Museo Sívori, encuadró el asunto bajo el ciclo Alta traición, altísima en el caso de Michaux, no sólo porque toda traducción es ya traición, sino además por el largo historial de negativas de Michaux a que se haga nada con su obra. Henri Michaux se opuso a todo tipo de adaptación, teatralización, publicación de cartas que nunca fueron pensadas para eso, musicalización (le dijo no a Mauricio Kagel) y cualquier operación que incluyera su obra. Me alegro mucho de contarme en la lista de quienes lo traicionamos, leyendo en mi caso “El jardín exaltado” en el crepúsculo a viva voz y en una reposera, ya que, a la larga y en un sentido muy michauxiano, es posible que nada importe demasiado.
Escribió Dilon sobre él: “Con perpleja ecuanimidad, con sereno rigor, con inasible gracia y con humor impávido, este jardinero por la contraria sabe segar cada certeza antes de que brote, para entregarnos a cambio la potencia intacta de sus intuiciones”. Interpretar a Michaux, y en primera persona, te deja en un estado de culpa muy especial: las visiones alrededor se tornan relativas, como en una experiencia hecha de drogas. No fuimos los únicos traidores: Gustavo Hunt y Claudio Peña convirtieron en partituras los caligramas y los tocaron en vivo con cello y clarinete (¡prohibidísimo!); Flora Gró, Mariana Palomino, Guillermo Saavedra y Antonio Werli leyeron en voz alta las prístinas traducciones nuevas editadas por Paradiso Ediciones y por Ínsula; y el propio Ariel Dilon juntó y tradujo en vivo varias cartas de Michaux en las que pedía, expresa y secamente, que nada de esto se hiciera nunca con su obra. El resultado es hermoso e inquietante. El autor tiene razón en reclamar que no se lo toque, los perpetradores tenemos razón en desflorarlo. Nada malo ocurrió a unos ni a otros.
Entiendo que éste es el espíritu de toda traducción: debería estar prohibida por todo tipo de leyes. Y sin embargo, es inevitable y descocada y no conoce de correcciones o de reglas y en materia poética nadie puede decir nunca en ningún idioma “esto no se hace”.