Las últimas lluvias me obligaron a tirar a la papelera de reciclaje las pinceladas sobre la sequía suburbana con las que pensaba entretenerme durante el mes de enero, a falta de mejores planes: la escasez de efectivo no ha modificado las cosas en el Lejano Oeste, donde (allende Moreno) son tan escasos los cajeros automáticos que las colas de tres cuadras nos disuaden de intentar cualquier operación que los involucre.
Hace unos años, en Pomán (Catamarca), mientras se desencadenaba una lluvia torrencial que inundó el pueblo, durante las festividades de San Sebastián, dejándolo además totalmente a oscuras porque se habían caído las líneas de alta tensión, una señora me dijo: “No hay agua mala”. No la hay, claro, en los lugares donde llueve casi nada y el agua es un don de Tláloc, el téotl náhuatl de la lluvia y la fertilidad a quien se sacrificaban niños, un chorreo de las iluminaciones que pospone la agonía de la tierra, pone a croar a las ranas de felicidad y permite que nuestros brazos descansen de los esfuerzos del regadío (en una perspectiva menos personal: las cosechas, las siembras y los ingresos fiscales también saldrán beneficiados).
El domingo estábamos de sobremesa, disfrutando de la brisa que agitaba los árboles y del olor de la tierra húmeda, y de las carnes recién asadas cuando sopló un viento fuerte que parecía venir del sudeste. Uso el pretérito perfecto simple porque fue sólo un bufido o estornudo, pero que alcanzó a voltear de cuajo uno de los eucaliptos de hoja redonda que los antiguos constructores de esta casa (los Gluntz, suabos del Danubio) habían plantado hace sesenta o setenta años precisamente para proteger la propiedad de la inclemencia de los vientos invernales. El árbol cayó, como un ministro, en el lugar donde había dado tantas batallas, casi con delicadeza: torció una palmerita, desgajó una rama de naranjo, respetó el banco de piedra que habíamos puesto a su lado.
Nos dio tristeza ver a ese titán tirado inexplicablemente sobre el pasto. Un cambio en las condiciones atmosféricas lo eliminó del paisaje. En el invierno, disfrutaremos de sus restos.