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Novela y testimonio

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El lienzo, de Benjamin Stein, recientemente publicada por la editorial Adriana Hidalgo traducida del alemán por Claudia Baricco, es una novela excepcional desde todo punto de vista. Es uno de esos libros que nos dejan pensando, sobre los que volveremos una y otra vez, y que abren interrogantes que, partiendo de la literatura, desembocan en cuestiones que rozan la filosofía, la política y la historia. El lienzo se basa en aquello que, para resumir –pero dejando constancia de mis grandes dudas frente a ese tipo de frases–, se nombra habitualmente como “un hecho real”. En este caso, la historia de Binjamin Wilkomirski (llamado en realidad Bruno Dössekker, nacido como Bruno Grosjean), quien alcanzó la fama dos veces: la primera, en 1995, por la publicación en alemán de Fragmentos. Memorias de una niñez del tiempo de la guerra (1939-1948), sus memorias como sobreviviente del nazismo. La segunda, a partir de 1998, cuando un periodista suizo cuestionó la veracidad de la historia y el pasado de víctima del propio autor, hecho que se confirmó poco tiempo después. Sobre esos datos, Stein construye una novela narrada desde dos puntos de vista o, mejor dicho, a partir de dos escenas (que incluyen el psicoanálisis, el desdoblamiento de la identidad y la pregunta por la verdad, en especial la de una verdad judía).
Como cualquier libro –pero mucho más que cualquier otro–, El lienzo permite reflexionar sobre varios aspectos. Uno es la tradición literaria que toma la impostura como tema central. Sobre este punto, poco puedo agregar a lo escrito por Pedro Rey en un gran ensayo –hay que llamarlo así, pese a haber sido publicado en un diario– aparecido en el suplemento Ideas, de La Nación, hace poco más de un mes. Otro aspecto sobre el que vale la pena detenerse integra una constelación de la que también forman parte el mercado editorial, la crítica literaria, el sentido común de una época, e incluso y sobre todo el estilo literario, y que retoma la pregunta formulada por Jean Améry acerca de “la calidad y el éxito del testimonio”. Hay centenas y centenas de testimonios escritos, de memorias y reflexiones personales sobre el Holocausto (y sobre muchas otras tragedias y exterminios), y sin embargo unos pocos logran convertirse en referencia. Por qué, se pregunta Améry, hay “diferencia de testimonios”, por qué –esto ya lo agrego yo– sobresalen los testimonios muy bien escritos de Primo Levi, de Robert Antelme, los diarios de Victor Klemperer. ¿En qué momento la “calidad literaria” –términos de los que también sospecho radicalmente– se convierte en un clivaje, en un proceso de selección que vuelve a una experiencia “exitosa” en el mercado editorial, y a otra, la desecha al olvido? Hay allí, en ese artificio, en esa puesta en escena que bien podemos llamar “estilo”, algo que nunca alcanzará la hondura de una experiencia traumática. Como escribe el propio Antelme en la primera frase del prólogo a La especie humana, relato de su paso por Buchenwald y Dachau: “Hace dos años, durante los primeros días que siguieron a nuestro regreso, creo que todos fuimos víctimas de un verdadero delirio. Queríamos hablar, ser escuchados al fin. Nos dijeron que nuestra apariencia física era bastante elocuente por sí sola”. Luego, el relato de Antelme –como la novela de Stein– es literariamente extraordinario.