Las mangueras barren la 9 de Julio, es el fin de fiesta. Ojalá que el agua no se lleve lo más puro de esas jornadas del Bicentenario: la expresión entregada de la multitud en torno de un momento patrio, unitivo, transpolítico.
Las pequeñeces de nuestra falta de estilo y de tanta verbosidad ya no cuentan. Macri y la Presidenta, infatigable, se manejaron finalmente con eficacia y corrección. Pese al error de la ausencia presidencial, el Colón recobró su fasto. La fiesta de la calle fue como si hubiésemos ganado un Mundial. La reflexión fue escasa. No hubo palabras memorables o convocantes sobre nuestra mediocridad política, y la urgencia de un cambio profundo.
Hubiese sido el momento de pensar adónde hemos ido a parar, qué es lo que falla en nosotros, qué enfermedad secreta nos hace retroceder como en el juego de la oca. Tenemos todo, menos la capacidad de administrar eficaz y legítimamente ese todo. Ya somos un “caso” internacional. ¿Quién puede entender nuestra patológica contradicción? En el desfile final de artefactos y carrozas los libretistas destacaron más el dolor que la felicidad. No exaltaron la realidad y la pujanza confiada del país que se arrancó del desierto en tres décadas y se transformó en el más culturalizado de Iberoamérica. No aparecen los millones que hicieron la América y tuvieron el hijo doctor; ni las generaciones de chicos con infancias felices. El clima predominante fue el luctuoso con las escenas de más intenso expresionismo: los anarquistas, las Madres con el hallazgo de sus pañuelos fosforescentes; los soldados de Malvinas con más cruz que ametralladora. Todo muy sombrío con abundante lluvia e inclemencia como para subrayar lo que ya es extremo. Sabemos que somos probados y grandes veloristas. Tenemos genes etruscos: la casa de la muerte nos parece más atrayente y sólida que la de la vida.
Pensé al ver ese despliegue descompensado en las conmemoraciones similares en Estados Unidos, en Francia en el doscientos aniversario de la Revolución, o en el centenario de San Petersburgo. No se centraron en las atroces matanzas de yanquis contra sureños, ni en los bombardeos de Vietnam, ni en el monstruoso acto de Hiroshima. Los franceses reencontraron su orgullo nacional en las batallas napoleónicas, más allá del desastre de Waterloo. Cantaron el logro, lo feliz, lo grande, lo valiente. No prefieren creer que la vida fueron las ratas devorando los cadáveres de sus soldados en el fango del Marne. Nosotros parecería que queremos ocultar la aventura argentina y presentar el pasado como un persistente triunfo de la trampa y el complot, de la injusticia y de sufrimiento. Cuando la Presidenta elige su film conmemorativo que muestra a sus pares elige rebeldes más bien históricamente fracasados: Pancho Villa, Sandino, Arbenz, Cárdenas, Allende, nuestro Guevara, ¡Tiradentes!, Evita. Y Perón… El mundo fue más bien en contra de lo que pensaron estas figuras fascinantes. Es como si Argentina negase lo que pasó en Rusia desde 1989 y con Deng Tsiaoping en China, o con la larga economía sin independencia de la querida Cuba. En el caso del desfile de carrozas ¿por qué no una con Sarmiento y los millones de niños de guardapolvo blanco? ¿Y los creadores de momentos de armonía y esperanza nacional: Carlos Pellegrini, Alvear, Mitre, Frondizi? La exclusiva selección de rebeldes latinoamericanos era como prepararse a una corriente histórica que llevaria a un improbable chavoleninismo. Chile, Perú, Uruguay, Brasil, México, Colombia, van para el otro lado de la nostalgia gubernamental argentina. Nuestra insistencia a contramundo es inquietante y un poco ridícula como ese final a toda orquesta y frenesí arrojando billetes de banco y gozando la crisis o muerte del capitalismo. (Uno tiene datos sobre mucha gente del Gobierno que más bien no arroja ni destruye billetes ni pantallas de cotizaciones bursátiles…)
Pero más allá de la escenografía gubernamental, la verdad que permanecerá es que los argentinos salieron por millones con banderas y no pensaron para nada en los insistentes mensajes trasnochados.
*Escritor y diplomático.