COLUMNISTAS

Obsceno, pero real

La remoción de Víctor Ramos al frente del Museo del Cabildo y la utilización de la cultura durante el kirchnerismo.

Foto: Cultura.gob.ar
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El episodio es tan pequeño, tan módico, que me animaría a calificarlo de “obscenidad”. Obscenidad es el hecho de que este tipo de cosas pasen en la Argentina. Pero lo que el periodista debe hacer es, precisamente, prenderse de estas cuestiones aparentemente anecdóticas, para intentar sacar de ellas algunas conclusiones.

Estoy hablando de la remoción de un dirigente político notorio del peronismo, como Víctor Ramos, que era director del Museo del Cabildo, frente a Plaza de Mayo, un museo nacional; Victor Ramos tuvo el arrojo, la audacia, la imprudencia, la ingenuidad, de pensar que no iba a tener consecuencias lo que hizo. Lo que hizo fue muy sencillo. No mató a nadie, no cometió ningún delito. Ramos, que fue un prominente funcionario del menemismo, tuvo la peregrina decisión de comunicar que iba a trabajar para la candidatura presidencial de Daniel Scioli. Pocas horas le quedaban en el cargo. Fue rápidamente removido, y el Museo del Cabildo fue intervenido por la que es ahora directora del Museo Nacional, Araceli Bellota.

¿Qué está revelando esto? A mi juicio, muchas cosas. El procedimiento del kirchnerismo, atinente a su llamada “política cultural” es inequívoco y muy claro. No ofrece, en ese sentido, ninguna perspectiva de ambigüedad. La llamada estrategia cultural del kirchnerismo, tanto en la época de Néstor Kirchner como en estos largos años de Cristina en la presidencia, está empapada de la noción de que la cultura es política, y que el apoderamiento de los mecanismos institucionales de la cultura implica avances de poder casi territoriales.

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Hay algunos antecedentes que van marcando la peripecia que fue teniendo el kirchnerismo, más allá de que en un primer momento amenazaban con una noción más culta, articulada y  moderna de la cultura. Ahora, la Secretaría de Cultura ha sido convertida en ministerio, pero en las primeras épocas del kirchnerismo, fueron secretarios de Cultura, Torcuato Di Tella y luego José Nun, para terminar, en un golpe de timón importante, colocar en ese cargo como de verlo a Jorge Coscia, finalmente también él decapitado y reemplazado por Teresa Parodi.

Para el kirchnerismo, como lo ha demostrado este episodio del Museo del Cabildo, las butacas de comando de la cultura (museos, organismos, direcciones nacionales, muestras internacionales) son, sencillamente, una herramienta del poder. El poder es lo único que importa, y a su servicio exhiben un artificioso aparato ideológico que termina siendo un gran vacío de contenidos. El caso de Ricardo Forster es el último, pero ratifica una vieja predilección oficial por las estructuras burocráticas, el control obsesivo y el manejo exagerado y crispado de la construcción cultural.

Cultura, entonces, es poder. Al servicio de esta estrategia, aparentemente seria e importante, hay un océano de oportunismo en el que funcionarios y funcionarias tratan de ubicarse en los puestos de comando, sabedores de que estar bajo el paraguas de la protección oficial, implica prebendas, canonjías, favoritismos, situaciones que jamás podrían haber alcanzado de no mediar una alineación partidaria.

Hay algo muy deprimente de todo esto, el utilitarismo feroz con el que se han manejado, y lo siguen haciendo, los burócratas. Cuando, por ejemplo, Guillermo Alonso concluyó su gestión como director del Museo Nacional de Bellas Artes, uno de los escasos o grandes orgullos actuales de la cultura argentina, el Museo fue literalmente intervenido. No se convocó a ningún concurso para designar a su reemplazante y hoy, curiosamente, ese Museo Nacional de Bellas Artes, se vanagloria de usar la misma fraseología con que se ha ido vistiendo todo el aparato oficial. La idea oficial es que, ahora, sí este museo es “nacional”. ¿Antes qué era? ¿Extranjero? ¿Era oligarca? ¿Era cipayo? ¿Cómo denominarlo?

Todo esto está indicando que la estrategia del gobierno, en tal sentido, lejos de haberse amilanado o aligerado, se ha intensificado. Esto se ha venido viendo a lo largo de estos últimos años, con la utilización abyecta que se hizo de las ocasiones internacionales en donde la cultura argentina fue invitada a mostrarse. Los casos de la Bienal de Venecia y la Feria del Libro de Francfort, revelan que estas situaciones son, para el Gobierno solo ocasiones de avance y propagandización del modelo nacional y popular.

Para ellos, en cultura, como en todo, todo es ideológico y todo está al servicio de algo concreto. Ni un Museo Nacional de Bellas Artes logra zafar de esta utilización fría y deliberada de estos espacios. No hay recurrencia ni apelación a la profesionalidad ni a la seriedad. La cultura argentina ha quedado fragmentada, empapada una vez más de un tinte ideológico unidireccional; hay una cultura que sí, hay una cultura que no; hay un arte que sí, hay un arte que no; hay creadores que sí, hay creadores que no. Es el cisma gigantesco del que tanto se ha hablado; una cavidad en el corazón de los creadores, sigue de cerca a lo se sigue intentando en otros órdenes de la vida nacional.

Por eso, la expulsión de Víctor Ramos, que no le genera a nadie ganas de llorar porque él mismo ha dicho que sigue siendo “un soldado de la Presidente”, es apenas un pequeño episodio, pero de enormes proyecciones, porque desnuda y subraya una vez más la obscenidad de haber creído que la cultura de un país podía ser secuestrada mono-ideológicamente, como lo ha hecho el Gobierno. No importan los espacios, ni los cargos, lo que importa es el poder, y a atrapar ese poder se le conceden todas las prioridades y las decisiones principales.

El Museo del Cabildo seguirá igual, con Ramos o sin Ramos. Estos funcionarios seguirán siendo lo que han demostrado ser: oportunistas, ubicuos, pragmáticos; típicas criaturas de este modelo nacional y popular, en nombre del cual toda genuflexión es aceptable. Deprimente desenlace. El país deberá cambiar, y mucho.

(*) Emitido en Radio Mitre, el jueves 24 de julio de 2014.