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Ola Ale (segunda parte)

Lo que sienten es por fin revelado. Pero la revelación ocurre tarde y, junto con la verdad que trae, aparece la inutilidad de comentarla.

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Ola Ale (segunda parte). | marta toledo

(Viene de la edición 1665)

Los detalles de la respuesta, otra vez, mejor ocultarlos. Su forma es la de la misma escena que se repite en el mismo escenario, donde se insiste con acontecimientos dramáticos insignificantes e insoportables. De modo que lo insignificante insoportable, que puede ser descripto como la gota que colma el vaso –pero también como una descarga de intensidad sobre la nada, peligrosísima y a la vez inofensiva como la de una fuga nuclear en el océano– es la materia de un ejercicio narrativo ajustado a un repertorio breve de asuntos suspendidos en la indefinición sentimental de sus múltiples personajes. Lo que sienten es por fin revelado. Pero la revelación ocurre tarde y, junto con la verdad que trae, aparece la inutilidad de comentarla. En esas circunstancias, la de saber a fondo algo de sí mismo pero sin la chance verbal de poder decirlo, las distintas caras de Martín se confiesan mediante su voz interior. 

En varios mails (y postales, lo hemos dicho), frente a una situación dramática que amenaza llegar a esa cumbre de revelación con la que todos soñamos cuando hablamos a fondo con alguien, los personajes se repliegan, se muerden la lengua y, sin que el interlocutor los oiga, dicen por lo bajo: “Ay, si supieras”. Las sensaciones suceden en el interior y se quedan en el interior, sin entregarse a la vergüenza de la sinceridad. Los temas de Martín son la debilidad corporal –osamenta descolada que lo acompaña desde niño–, el deseo, la intimidad familiar como espacio de ignorancia y, sobre todo –y aquí tenemos el elemento más aterrador del sistema– una única certidumbre vital: la de que el tiempo ya pasó. No sólo pasó sino que también puede ser contemplado al nivel de sus efectos, aunque no sean visibles. 

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En Martín, en lo que transmitía Martín, lo que llamamos personalidad no es otra cosa que maldad contenida por la reserva. Por los orificios imperceptibles de las enormes estructuras mentales de sus formas de ser, reprimidos por uno de los grandes tabúes de occidente (el que prohíbe decir lo que verdaderamente pensamos de los otros), se fugan las líneas de veneno con que Martín forma sus maravillas literarias. 

Lo cierto es que si bien el desenlace no fue contemplado de antemano, sí lo estuvo la intención de reunir el fondo con la forma en un cierto escenario. Ya lo había escrito Martín en otro de sus correos: la decisión de morir es ennoblecedora. De manera que tejía su guión psíquico acorde al tamaño de la angustia y su figura, y lo ejecutó a la perfección, con desesperación, y frialdad, la misma de quien padece una altísima tasa de plomo en sangre. 

Su pequeña obra (escrita en cuadernos de tapa dura, blanda, blocs diminutos, papeles sueltos, mails, postales) puede leerse como una preocupación acerca del funcionamiento estúpido del mundo, donde apunta a desmitificar la inteligencia, el gusto, el poder burgués. En esa guerra en la que se imponía de un modo conmovedor aunque no le ganara a nadie, lo hacía para prepararse el terreno para el retiro espiritual, luego de liquidar unos bienes y abandonar el ruido mundanal de París para instalarse cerca de la playa, en Lima. Su historia es la de alguien que reduce la excentricidad a la individualidad, y el acto snob y automático de consumir a la experiencia de crear. El individuo es el dios de sí mismo. 

En uno de sus tantos mails epilépticos lo noté: la descripción tomográfica de su interior mental experimentaba una doble ruina. Su cabeza era una sala de máquinas a la que se le habían trabado los engranajes. Su identidad colapsaba. El gigante estaba cayendo. Nos enteraremos por el ruido. Pensé. En realidad me enteré por Belén, su prima, la única de su familia con la que mantuvo relación alguna. Una noche sonó el teléfono: Alejandro, Martín se suicidó. Se colgó del techo alto de su casa ancha de Barranco.

(Continuará…)