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Ola Ale (última parte)

Baja los párpados, ríe la otra risa, señalándose ramitas venosas ascendentes. En cualquier caso prefiere silabear en su ranchito y observarse el borde de los dedos.

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Ola Ale (última parte). | marta toledo

(Viene de la edición 1669)

Las exequias de Martín P. R. se celebraron dos días después de su muerte. El cortejo estrecho partió pasadas las diez de la mañana de San Isidro, luego del velatorio improvisado en la piecita fría que Belén había rentado, alejada del centro comercial, cerca de una plaza minúscula. Además del coche fúnebre, tres autos en caravana (una sola persona en cada uno), fundidos en el denso tránsito de la autopista, atravesaron el norte de la ciudad hasta llegar al cementerio de Chacarita, hacia el mediodía.

(Alejandro se quita las gafas y respira hondo, lo más hondo posible hasta deshacer el grumo de las vísceras y palidecer un poco, el cerebro expuesto al blanco diente. Con gestualidad sintomática, los ojos glaseados, imprime en su rostro un pálido repertorio onírico, un rictus boquiabierto, salvajemente forzado. Ha parado de llover y el viento de la borrasca no sólo parece más viento sino que arrastra consigo el olor de la legión fétida.)

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En la explanada hendida de concreto, bajo un océano de nubes, en medio de aquel crescendo de zozobra etcétera, a metros de la nave mal iluminada y frente al ingreso primordial de la capilla, las tres personas aguardan la llegada del cuerpo, y con ésta la del funcionario municipal quien, con el apremio obsesivo del ritual perfectible, indicará los pasos a seguir según las estrictas cláusulas protocolares. Asistirán a la misa, breve. Al finalizar, cuatro operarios se apoderarán otra vez del ataúd para caminar unos quinientos metros hasta las escalinatas centrales; descenderán un nivel y aguardarán allí a que el silencio sudoroso sea acuchillado por los llantos.

Belén, la prima de Martín, carga con un cuerpo más bien cónico; piel morena, pelo teñido con los tintes del pavo real, ojos de color castaño luminoso (resaltados por el centelleo de una chillona sombra de ojos), grandes pechos en punta y labios de churrasco (acentuados por un rojo carmesí intenso); tiene en la frente una graciosa verruga pringosa y sus rizos de colores se sacuden como el fresno en medio de un vendaval. Frente al panal de nichos, atraída por la librea de las cotorras y el quejido del óxido, Belén se siente consumida por la culpa. En las profundidades de su interior regurgita un amasijo de penas que asciende por el tubo digestivo hasta quedar atorado en el preámbulo de la garganta.

–Tomá, Belén, tomá agua –Marcos blande una bolsa de tela con botellas dentro. Es todo simpatía. Flaco, de tez biliosa, lleva un pantalón de tergal negro y una camisa blanca con manchones de grasa. Sus pómulos están húmedos e hinchados por el llanto (una intensa brisa regala el aroma dulzón de los azahares en parto). Sofoca un hipo de dolor.

(Por su parte, Alejandro intenta repavimentar el ciclo de imágenes en loop: las postales, los mails, las formas para acercarse que tenía Martín, el hombre-péndulo. Baja los párpados, ríe la otra risa, señalándose ramitas venosas ascendentes. En cualquier caso prefiere silabear en su ranchito y observarse el borde de los dedos, dedos algunos indibujables en el infinito iridiscente; inmóviles dedos enraizados al silabeo. Se observa, persiste. Sabe y silabea. Está esculpido por la desazón, programado a la desesperación. Atrapado como lo estaría una mosca en la telaraña al amparo de la muerte inminente. Buscando la evasión de su destino, logra ver un punto luminoso que lo enceguece e intenta por todos los medios sensibles repelerlo. Se siente inútil, fuera del nido y entonces teme degradarse hasta quemarse por completo, componiendo para sí mismo la exégesis frenética de su propia criatura lisiada. El llorar ineludible se alista para proceder, pero una tos repentina lo espabila. Enrosca las imágenes en una trenza húmeda que escolta hasta el último nudo. Cavila. De cualquier espiga nace un credo.)