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Otra guerra santa

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Tengo una trivia, pero no sé la respuesta. ¿Qué famoso escritor argentino dijo alrededor de 1966 que su película favorita era Khartoum y que la había visto cincuenta veces? ¿Victoria Ocampo, Mujica Lainez, Beatriz Guido? No sé si fue alguno de ellos y ni siquiera sé si alguien lo dijo, pero ese comentario es todo el recuerdo que tenía de la película. De hecho, hasta que volví a verla hace unos días, no me acordaba siquiera de que se había filmado en Cinerama.
Volví a pensar en Khartoum cuando me encontré con Victorianos eminentes, de Lytton Strachey, un libro publicado en 1918 que hizo famoso a su autor, el destacado miembro del Grupo de Bloomsbury (Virginia Woolf, John Maynard Keynes, E.M. Forster, elitismo, esteticismo, pacifismo, progresismo, homosexualidad, ingleses). El cuarto y último de los victorianos retratados por Strachey es el general Charles George Gordon (1833-1885), (a) “el chino Gordon”, un ingeniero militar que combinaba el misticismo, la bebida y el mal carácter, y tras algunas hazañas menores en varios continentes terminó inmolándose en Sudán frente a las huestes de Muhammad Ahmad as Sayyid abd Allah, el Mahdi. Este fue un líder religioso que se declaró el heredero de Mahoma, proclamó la Guerra Santa y les creó serios problemas a los turcos, los egipcios y los británicos hasta morir de modo misterioso poco después de apoderarse de Jartum e imponer en Sudán la ley islámica que le dictaba Alá en sus visiones.
Strachey escribe con gracia y su estilo es un ida y vuelta constante entre el elogio y la descalificación de cada uno de sus personajes. No sólo de Gordon y del Mahdi, sino de los actores del gobierno británico de la época, encabezado por Gladstone. Más que objetivo o equilibrado, Strachey es juguetonamente contradictorio, aunque su corazón está contra la chusma. Si del honesto Lord Hartington es capaz de decir que el pueblo lo amaba “por su odio hacia los sentimientos refinados (...) siempre podían estar completamente seguros de que nunca, bajo ninguna circunstancia, sería brillante, sorprendente, apasionado o profundo”, rescata al desafortunado y misterioso Gordon porque, si bien leía un solo libro (la Biblia, naturalmente), se le daba también por escribir sus diarios. En cambio, no hay un pasaje más despectivo que el que dedica a Rimbaud (quien criticaba a Gordon desde sus intereses como tratante de esclavos) por haber abandonado “las sutilezas, el frenesí de la inspiración y los abrazos apasionados de Verlaine”.
Y así llegamos a Khartoum, la película, una de esas épicas pomposas de la Metro que combinaban teatro y paisajes a cargo de un director inglés (el poco talentoso Basil Dearden). Martin Scorsese la tiene entre sus placeres culpables y no sin motivo. Strachey cuenta que durante el sitio de Jartum Gordon vestía casi con harapos, pero Dreaden hace que Charlton Heston luzca un uniforme nuevo en cada escena (y que el Mahdi sea Laurence Olivier). Sin embargo, nos sorprendemos descubriendo que el hombre de los rifles no era mal actor y que la película tiene el ingenio de reducir la guerra santa a un ajedrez entre dos hombres poseídos. Como bonus track, el Nilo se ve espléndido y los extras de las batallas no están dibujados por una computadora. Sigo sin saber quién era el visionario escritor argentino.