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Apuntes en viaje

Otra vez el monte

Raquel dice que les pueden vender el dulce de naranja diciéndoles que esas naranjas son las que plantó el estanciero asesinado. Todos nos reímos de la ocurrencia.

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Otra vez el monte. | Marta Toledo

Pese a todo pronóstico, no hay mosquitos. Comemos afuera, en el porche del restorán del camping: empanadas de charqui, asado banderita y verduras a la parrilla. Nosotras cuatro somos las únicas comensales. La noche es silenciosa y hablamos sin levantar la voz, no es necesario, estamos muy juntas y nos escuchamos. César, Aldo, José y Santiago, el grupo que está a cargo por dos meses, están pendientes por si necesitamos algo y un poco nerviosos porque Alina les dijo que Raquel tiene un restorán en Buenos Aires: los anima a que hablen con ella y le pregunten sobre la cocina o sobre el servicio. Los muchachos son tímidos, pero de a poco empiezan a charlar, nos cuentan cosas de la preparación de las comidas. Santiago nos explica cómo se hace el charqui, en su casa le enseñaron a charquear: cortar la carne en tiras finitas, dejarla en sal unos días y luego colgarla a la intemperie para que se seque. Me gusta el verbo charquear. César cuenta cómo una siesta estaban aburridos y decidieron hacer dulce de naranjas: se metieron al monte a recogerlas y después siguieron una receta que les había enseñado Alina para hacer mermelada de doca. Dicen también que los turistas de lo único que quieren saber es del crimen de Roseo. Entonces Raquel dice que les pueden vender el dulce de naranja diciéndoles que esas naranjas son las que plantó el estanciero asesinado. Todos nos reímos de la ocurrencia, aunque en el fondo un poco de razón tiene: todo El Impenetrable fue, en una época, el campo de Roseo. Después de comer prendemos fuego y charlamos un rato más hasta que la fogata se va extinguiendo y también nosotras, que nos levantamos muy temprano y viajamos todo el día.

A la mañana las charatas son un barullo hermoso que infla y desinfla las costillas del monte. Naty y yo somos las primeras en levantarnos, tomamos mate mientras vemos a unos conejitos de palo saltar entre los árboles que crecen en la barranca, de a ratos se detienen y nos observan, son movedizos y muy simpáticos. Atrás de los árboles vemos el río brillando con el sol que va subiendo. Cuando las charatas se callan un instante para tomar impulso y volver a encender el monte con su canto, en esa hendija de silencio se cuelan los trinos de otros pájaros. Sonreímos porque es una bendición estar aquí y tomar mate amargo y mirar y escuchar y casi no hablar.

En el desayuno hay cocido y torta asada calentita, pero como otra vez somos las únicas campamentistas que pasamos a la cocina abierta del restorán para conversar un rato con los chicos. Está bajo un techo, pero no hay paredes. En el centro hay un gran fogonero de ladrillos con un fuego prendido y una pava también enorme calentando agua. Todo lo que cocinan lo hacen con leña. 

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De allí nos volvemos al paraje La Armonía, a una plaza donde un grupo de mujeres cocina en otro fogón parecido. Casi todas son muy jóvenes, cocinan kabutia relleno en el horno de barro. Llegaron temprano, algunas caminando, otras en moto, a otras las trajo el padre o el marido en la moto, las dejaron y se fueron a sus trabajos; alguna está con un bebé en brazos y otra con una nena de cinco años; otras dejaron a sus chicos en la casa al cuidado de algún familiar. Pero todas se las arreglan para estar cuando viene Doña Alina, como le dicen.

El mediodía está nublado y de a ratos chispea. Almorzamos y tomamos infusión de burrito. Después Raquel y yo nos echamos una siesta, Alina se queda trabajando con las muchachas, Naty sale a caminar. Yo no puedo dormir, miro el monte por la puerta abierta de la carpa, tan inmenso.