De las muchas dimensiones que pueden ser observadas en estos cien días, quiero fijarme especialmente en una muy cercana, el tratamiento de la “cuestión de los despidos”. Muchos tratan de interpretarlos –aún producidos en una cantidad apreciable, que no tiene posibilidad de ser cotejada con ninguna otra en períodos largos de nuestra historia reciente–, preguntándose si no serían menos un hecho de reorganización económica para reducir el gasto público, que un acto ejemplar sólo para afirmar un nuevo disciplinamiento laboral, una nueva forma de coerción mecánico-humana como la que los memoriosos recordarán en filmes como Metrópolis. Serían así despidos políticos, pero más allá de eso, portadores de una señal correccional y de reafirmación de las jerarquías y estamentos de una nueva tecno-burocracia. Otras visiones, los hacen necesarios en una política económica donde el gasto público pertenece a una concepción económica basada en “metas de inflación”.
Según este enfoque, que cruza variables al estilo más antiguo de las sociologías cientificistas, fracasadas en todo el mundo más serio de las academias mundiales, las gradaciones decrecientes de la inflación irían recorriendo tramos descendientes según los segmentos ascendentes que se vayan verificando en la prescindencia del empleo público, uno de los basamentos del gasto y obvio sector que es objeto de conocidos ensayos de degradación. Se lo ve como un obstáculo de la razón tecnocrática y de la eficiencia del equipo, si traducimos a un lenguaje tolerable expresiones como “ñoquis” o “grasa”.
Percibidas estas diferentes acentuaciones, quiero observar, en primer lugar, que nunca un acto de prescindencia masiva de empleados públicos puede ser el cumplimiento de una tesis sobre el empleo irregular que genera el Estado, en general, interpretado como de mala calidad, si lo dice un técnico, o como empleo-basura, si lo dice un crítico sindical, a fin de repararlo. Los recientes despidos están siendo adjudicados a la imprevisión del anterior gobierno, que no dejó consolidadas las estructuras para cada puesto o función, dentro de los esquemas de empleo público vigentes. En efecto, se utilizaron mayoritariamente formas laxas de contratos, como resultado de que el Estado cumplía funciones sociales reparatorias, provisorias, y aun precarias, aunque esto hubiera podido ser motivo de un alerta más contundente. Así, puede discutirse esto respecto a la indisimulable situación de que las políticas de empleo pueden partir de una sociedad a priori curriculizada y con altos grados de definición en sus vocaciones profesionales, o estar relacionadas con la creación de profesiones, en una buena parte a posteriori de producido el ingreso en las filas laborales iniciáticas y masivas de los entes públicos. ¿Quién decide esto? No podemos decir que los institutos creados en estos años y por diversos gobiernos para la formación de administradores, hayan sido muy competentes y con alcances genéricamente igualitaristas y masivos. Las decisiones emergían entonces de situaciones muy heterogéneas.
La sociedad argentina, reconociéndose variados y generosos esfuerzos de todo tipo, no logró enteramente crear una situación más estable de instauración de artes y oficios, derechos educativos universales y políticas democráticas y porosas de admisión
Profesional. Tampoco hubo tiempo de afianzar la correlación de las universidades antiguas y nuevas con las realidades y limitaciones para cruzar la incierta barrera del primer empleo. Esta asincronía ocasionada por la rapidez con que ocurrían las cosas, hizo crecer una planta empleaticia estatal sin inserción permanente asegurada, con el consentimiento muchas veces próvido de los gremios, que dudosamente hubieran podido hacer otra cosa. Ahora todas estas deficiencias (que tienen el gran reverso de lo que fue una movilización popular-juvenil en torno del empleo espontaneísta y la futura e inmediata generación de identidades laborales comprometidas con el encargo público) son el blanco de las operaciones del nuevo gobierno, que no se siente culpable de la supresión de “sobrantes” (como se sabe, ha dicho palabras peores que éstas) y descansa tranquilo en su retorcida paradoja de las culpas. Supone que la responsabilidad de los despidos son de los anteriores administradores, que absorbieron personal sin garantizar estabilidad. La santa señal de la culpa queda revertida, pues el que ensayó ampliar el Estado ampliando su capacidad pedagógica y autogeneradora respecto a la creación de sujetos laborales autónomos, parecería más irresponsable del que viene a destruir casi todo. No puede explicarse este hecho por el recurso reiterativo a la palabra “modernización”, que ya recorrió el mundo dejando un tendal de descartados, abandonados, desempleados y humillados.
Quizás deberíamos escoger para esos cien días unas hipótesis más incisivas. Las clásicas ideas del “Estado mínimo” ya no corresponden a espíritus libertarios o positivistas (Herbert Spencer, W. H. Thoreau, Macedonio Fernández) sino a los “clercs” del Estado visto como una vicaría de los oligopolios, que si echan gente es para salvarlos, y si despiden a miles y miles, es para ilustrarlos sobre la venalidad de quienes los tomaron. Por eso, como pedagogos del mundo al revés, toman tanta gente como la que despiden, pero a aquellos no les otorgan sueldos de sub-proletarios sino magníficas condecoraciones que son una pastoral de altísimas remuneraciones, en un Estado obligado a cumplir obligaciones con la nueva zoología fantástica del capitalismo cuya forma ideal de gobierno es un bufete abogadil en el hollín de los alrededores de Wall Street.
Desarman ahora áreas enteras del Estado en pleno funcionamiento (las críticas las conocemos y nosotros mismos las hicimos; ellos no conocen lo que se ha hecho ni les importa lo que vienen a interrumpir llamando a cumplir con la ley a los actos de devastación, como cruzados de una legalidad que, carente de eticidad, convierte automáticamente en ilegales las tendencias reconstructivas potenciales que habitaban en todas las áreas, aún las más deficientes, del Estado anterior. Pero el tecnócrata desgrasador no aprendió todavía que es una paradoja: antes de ser nombrados, ya comienza a echar y a aumentarse los sueldos. Modernizar, según entienden, no es procurar ampliar el empleo social, sino recortarlo o desguazarlo y si es posible en un clima natural de ilegalidad. Y entonces, puede producirse un raro y perverso fenómeno. El “amor al censor”, el “amor del desechado por el gerente de despidos”, producido por el impulso primario a salvar el empleo. Es así que el macrismo genera pánico y servidumbre, destruye deliberadamente comunidades de trabajo, oculta los vínculos de complicidad de los interventores que portan grados de violencia administrativa intolerables, considerando a esos vicariatos preparados para exoneración de familias y personas, meros actos “técnicos”.
Gozan viendo aprobada su tarea de demolición de áreas enteras del Estado, bajo el precepto de que antes había un Estado en situación de despilfarro, donde miles y miles de personas innecesarias se dedicaban a colectar recetas médicas de jubilados fallecidos y a ejercer la ocupación nihilista del “ñoqui”. Los actuales operadores y cerrajeros del macrismo son contadores, inspectores, gerentes de algo, mascarones de proa profesionales, couchings, que se autoasignan grandes sueldos acordes con la importancia demolicionista de su tarea, que no rehúyen tareas escabrosas: se dedican a cambiar cerraduras de oficinas, arrojan decisiones despectivas sobre antiguos empleados, les sacan oficinas a viejos funcionarios, clausuran planes de acción novedosos y excelentemente planteados, ven una mácula en los que son viejos, ven una deficiencia en los que son jóvenes, acallan el concepto de grasa del Estado, que guía sus pasos, pero no se animan –les falta el impertinente coraje de Duran Barba– para decir que ése es su verídico manual de procedimientos, y producen el acto de máximo desprecio a los trabajadores argentinos que el que pueda recordarse en los anales dramáticos de nuestra historia social. Todo esto se agrava con el silencio de los grandes sindicatos.
El terror indirecto desarma comunidades laborales. Es un terror sutil, administrativo y con la estructura del rumor o la conspiración. Se basa en intrigas, favoritismo y un arte menor de escudarse en figurones presentes o ausentes para sus desmanejos “legales”, presos de una profunda ilegalidad. Antes de echar, generan servidumbre y pánico. Por eso es necesario que el trabajador de la esfera pública, cualquiera sea la condición en que hoy se encuentre, comience a reaccionar desde su propia conciencia emancipada.
*Sociólogo.