A estas alturas, hasta los taxistas y mi abuelita han discutido extensamente lo que significa tener o no un Banco Central independiente del Poder Ejecutivo de turno.
Sólo quiero reiterar que, desde el punto de vista macroeconómico, la “independencia” del Banco Central es, básicamente, la capacidad de tener una política monetaria y cambiaria autónoma de las necesidades fiscales del Gobierno. Dicho de otra manera, que el Banco Central pueda establecer, con su propio criterio, el monto de emisión monetaria que se destina a financiar el gasto público. Sin este atributo, resulta imposible diseñar una política de estabilidad de precios y, por lo tanto, la autoridad monetaria no puede cumplir con su tarea básica: que la inflación sea lo más baja posible.
Esta ha sido la forma “institucional” de obligar a una sociedad a discutir su política fiscal en el ámbito adecuado: el Congreso Nacional, en donde, se supone, se sientan los representantes del pueblo y las provincias.
Sin la posibilidad de recurrir a la maquinita del Banco Central, el gasto público encuentra un techo en la magnitud de los impuestos que hay que cobrar o en el crédito que el mercado global de capitales está dispuesto a otorgar. Como el crédito siempre tiene un máximo, limitar la emisión monetaria lleva a la sociedad a enfrentar el conflicto de discutir, seriamente, en qué se gasta y quién lo paga. Usar al Banco Central como sustituto del Congreso permite evitar esa discusión, pero a costa de una alta tasa de inflación.
Esto no sería un problema de extrema gravedad si la inflación no tuviera devastadores efectos sobre la tasa de crecimiento de la economía y la distribución del ingreso. La Argentina es uno de los ejemplos más citados en el mundo sobre los efectos de la inflación en una economía. (Parece increíble que todavía políticos importantes de nuestro país continúen con la cantinela de que “es preferible un poco de inflación a la paz de los cementerios”, cuando el argumento es exactamente al revés, es la inflación la que nos lleva a la paz de los cementerios, al estancamiento y a la decadencia.)
Pero, bueno, el Banco Central ya ha perdido su independencia, de manera que, mirando hacia adelante, tenemos que evaluar las consecuencias de esta acción sobre la economía. El Gobierno pretende usar las reservas del Banco Central para financiar parte del gasto público de este año y, eventualmente, del próximo.
En ese sentido, el Fondo del Bicentenario ha sufrido una metamorfosis digna de Kafka. Nació para “blindar una parte de las reservas” y garantizar con ellas pagos de deuda y, sólo en un mes, se ha convertido en un fondo para pagar deuda nacional y provincial, financiar obra pública, comprar empresas o gastar en lo que sea. En ese contexto, el futuro macroeconómico dependerá de cuántas reservas se van a usar y en qué. Si parte de las reservas se usa para pagar deuda externa, mientras se presenta un programa coherente de reducción gradual del déficit fiscal, modificación del esquema de impuestos y gastos y una verdadera política antiinflacionaria, cosa que dudo, es una cuestión. Si, en cambio, parte de las reservas se usa para pagar deuda y otros gastos y/o inversiones, sin modificar la política fiscal actual, lo más probable, es otra.
En el primer caso, estaríamos ante un planteo sensato y maduro para reencauzar el desborde populista de estos años hacia una transición ordenada a un nuevo período político, en donde habrá que discutir, seriamente, como mencionara más arriba, lo que hemos venido postergando, con inflación y devaluación, en las últimas décadas.
En el segundo, usar las reservas y nada más, estaríamos preparando la próxima crisis, facilitándole a un eventual nuevo gobierno eludir, otra vez, la discusión central, ya que el conflicto en torno a la política fiscal lo resolvería, transitoriamente, en ese caso, otro ciclo de devaluación e inflación. Con altos costos sociales y de actividad económica.
En síntesis, perdida, por ahora, la independencia del Banco Central, las reservas se van a usar.
El dilema es: o uso de reservas, con un programa de transición hacia el fin del populismo, gradual y ordenado, evitando una nueva crisis, o uso de reservas para financiar el final a toda orquesta de esta etapa del populismo, terminando en una nueva crisis.
Nuestra clase política tiene la decisión.