Christopher Domínguez Michael parece un nombre inventado pero el individuo existe, nació en 1962 y es un prestigioso crítico literario mexicano. Si no hemos tenido noticias de él es porque tampoco las tenemos de sus colegas en el resto del continente. Es muy raro que se editen libros de crítica y mucho más raro que se editen críticos de otros países. Sin embargo, acaba de aparecer en Chile La sabiduría sin promesa, cuatrocientas páginas con los trabajos de Domínguez Michael, milagro que debe atribuirse a la Universidad Diego Portales, cuya editorial es un emprendimiento extraterrestre.
La sabiduría sin promesa es ideal para llevar a la playa. No sólo porque es un libro muy ameno, sino porque es siempre fascinante repasar la literatura y el movimiento intelectual del siglo XX. Domínguez reivindica la crítica periodística culta mucho más que la actividad académica, lo que lo hace notablemente simpático a nuestros ojos: “Estaríamos en riesgo de creer, como todavía lo afirman algunos manuales, que crítico literario es aquel que postula teorías literarias legitimadas por la academia. Yo pensaría al revés, que el doctor F.R. Leavis o Roland Barthes fueron, además de profesores, importantes críticos literarios”. Hablando de quien considera su maestro, Cyril Connolly, dice que el logro de su obra “fue impedir que el crítico literario desapareciese del mapa amenazado, ayer como hoy, por otras especies mutantes y depredadoras, como el vendedor de enciclopedias, el propagandista político, el periodista de gusto corrompido, el pomposo profesor, el despiadado mercader editorial”.
Domínguez reconoce esa misión como propia y admira la obra de sus colegas, entre quienes recopila muestras de agudeza notables, como esta idea de V.S. Pritchett: “Henry James es el hermano de Henry Ford: el ingenio norteamericano como técnica para la producción en serie”. También sabe que “al cumplir la ley del oficio que lo obliga a leer innumerables malas novelas, el crítico se vuelve idiota”, una sentencia que no admite apelación cuando se aplica a los críticos de cine.
“No hay grandes críticos que no sean conservadores”, dice Domínguez, y él mismo lo es. Cercano a Octavio Paz, es un liberal que cree que “el lector del futuro tendrá tantas dificultades para distinguir a un comunista de un fascista como nosotros a los güelfos y gibelinos del siglo XV”. Como alguna vez fue marxista, suele perder la paciencia con viejos camaradas de ruta como Sartre (“que hizo del error político un régimen de vida intelectual”), Lukács (“su vida es la novela del terror filosófico del siglo XX”) o Ernesto Cardenal (“del convento al campo de concentración sólo hay un paso”). Su acercamiento a la literatura continental es prudente, casi temeroso. Roberto Bolaño es el único escritor contemporáneo del que habla en el libro y cuando se acerca a la Argentina (además de llamar tirano a Perón) no se aparta nunca de la revista Sur. Pero aun así, es muy lúcido a la hora de desmontar las zonas de ignorancia del canon etnocéntrico de Harold Bloom (“cree que las universidades gringas rigen la literatura universal, cuya suerte se juega no ya en Yale, sino en Iowa o Kansas”) y prescribe para los latinoamericanos –gente capaz de practicar la devoción por Chesterton– la posibilidad de ser los mejores comentadores de todo el universo literario.
La sabiduría sin promesa intenta ser un ejemplo de ello. Las sintéticas biografías intelectuales de Benjamin, de Lovecraft, de Thomas Mann, de Gide, de Jünger, de Joseph Roth o de Beckett son excelentes y el libro da ganas de leer a algunos autores menos conspicuos como Queneau, Giono, Aron, Ramuz, Bulgákov, Gracq, Albert Cohen, Moritz, Szentkuthy (¿quién?). Después de todo, los críticos se nos hacen necesarios cuando recordamos que la vida es breve y acaso no lleguemos a leerlo todo.