Entre las evidencias que este nuevo milenio parece empeñado en obligarnos a aceptar se cuenta, creo, la imprevisibilidad creciente de los procesos políticos en las sociedades que (al menos formalmente) se suele clasificar como “democráticas”. ¿Quién hubiera podido anticipar, por ejemplo, en el momento del triunfo electoral de Cristina Kirchner, que su primer año de gobierno tendría las características que, de hecho, está teniendo? Tampoco creo que Bush, en el momento de ser reelegido, haya podido imaginar que su segundo mandato iba a ser tan irremediablemente desastroso como finalmente lo ha sido, aumentando considerablemente la probabilidad de que la historia lo recuerde como uno de los peores presidentes de los Estados Unidos. Este alto grado de incertidumbre indica la creciente complejidad de nuestras sociedades y particularmente la creciente disociación entre sus tres principales componentes: el sistema económico, el sistema político y la sociedad civil.
Uno de los imprevisibles efectos del proceso conocido como el “conflicto entre el Gobierno y el campo” fue algo así como un despertar de los intelectuales: se generó súbitamente una explosión de manifestaciones en los medios: documentos de apoyo al Gobierno, encendidas respuestas, polémicas y múltiples discusiones en distintos ámbitos. Todo ese heterogéneo material merecería una larga reflexión. En el presente contexto me limitaré a formular algunas observaciones a propósito de una vieja pregunta: ¿Para qué sirven los intelectuales? Pregunta que nunca he conseguido contestar, porque tengo serias dudas sobre la categoría misma de “intelectuales” que mezcla profesiones relacionadas con la cultura, la academia en un sentido amplio del término y también con las instituciones científicas; es decir profesiones que tienen muy poco que ver unas con otras y que se vinculan con la sociedad de muy diferentes maneras.
Leo en Wikipedia: “Un intelectual es aquella persona que dedica una parte importante de su actividad vital al estudio y a la reflexión crítica sobre la realidad. La intelectualidad es el colectivo de intelectuales, agrupados en razón de su proximidad nacional o ideológica”. Conozco afortunadamente muchas personas que corresponden a ese perfil y que jamás aceptarían ser caracterizadas como “intelectuales”, y no creo que el colectivo aludido tenga ninguna existencia como operador de identidad. Sea como fuere, ocurre que muchas personas vinculadas con la cultura, la academia o la ciencia y que gozan de cierta notoriedad, tienen como consecuencia de ello un acceso más fácil a los medios que el ciudadano común y, en determinadas circunstancias, lo utilizan para expresar su punto de vista sobre lo que está ocurriendo. ¿Qué utilidad pueden tener dichas intervenciones?
Enumeraré rápidamente los casos en los que no sirven para nada. (1) Para tomar simplemente partido por uno u otro de los actores en conflicto; (2) para recordar a los que simpatizan o eventualmente consumen la obra o los escritos de los intelectuales en cuestión, que son “líderes de opinión”; (3) para saldar cuentas con “adversarios” que en realidad remiten a las luchas internas de las instituciones en las que operan (en la mayoría de los casos la universidad) y que por lo tanto no tienen nada que ver con lo que se discute; (4) para hacerse notar del poder de turno, a fin de preservar una relación existente o para intentar construir una –nunca se sabe. He enumerado los casos en orden de repudiabilidad creciente (si se me permite la expresión). Y debo decir que una proporción alarmantemente elevada de las intervenciones que he podido cotejar –no todas por supuesto– corresponde a una u otra de estas cuatro categorías. La “crisis del campo”, ¿habrá sorpresivamente facilitado la percepción de una crisis de los “intelectuales”?
No lo creo. Sean cuales fueren las profesiones designadas por ese término, el verdadero problema es el de las instituciones donde esas profesiones operan, particularmente las universidades. En el entorno actual, ante las diversas coyunturas de la evolución social, la misión central de una universidad debería ser la de abrir espacios mentales alternativos (para pensar, por ejemplo, la creciente disociación de la que hablaba al comienzo). Ahora bien, en esta etapa del capitalismo globalizado, presionada por los actores económicos que buscan, a cualquier precio, su adaptación al mercado, la universidad (ajena, ya sea pública o privada, a la lógica mercantil, como su nombre lo indicó durante mucho tiempo), está en crisis. En Europa, los procesos de supuesta “homogeneización” de los diplomas por parte de la Unión, han agravado la crisis; en América latina, la proverbial indiferencia de los gobiernos por los problemas de la educación superior anticipa por el momento un destino trágico.
El llamado “conflicto del campo” ha servido, me parece, de saludable revelador de muchos aspectos de la sociedad argentina. A mí me llevó a recordar la vieja pregunta sobre los intelectuales. La creciente crisis de las instituciones universitarias merecería por parte de éstos intervenciones que, en la medida de lo posible, no correspondan a ninguna de mis cuatro categorías.
*Semiólogo.