Si algo caracteriza a la Argentina es que sigue depositando sus ilusiones en el pasado más que en el futuro. Un pasado que se juzga mejor que su presente y que vuelve una y otra vez con la nostálgica aspiración de ser, al decir de Halperín Dongui, “un país que se resiste vigorosamente a entrar en la historia contemporánea”.
Muchos de los países que nos rodean ya están subidos a un tren bala del progreso que, en nuestro caso, sólo podemos atisbar desde el andén.
Hace unos meses, en un encuentro internacional sobre el impacto de la crisis financiera mundial en América latina, Felipe González comentaba que, de acuerdo a su experiencia, gobernar es saber administrar expectativas. Administrar expectativas no es lo mismo que sembrar ilusiones. Las expectativas sobre el futuro de un país se nutren de factores como la confiabilidad de sus dirigentes, la pertinencia de los discursos y las señales relativas a la sustentabilidad de las propuestas que se ofrecen a la sociedad, entre otros aspectos.
¿Qué puede decirse de nuestro país? Aun siguen sin ser descifrados ni comprendidos por la ciudadanía los trazos gruesos del sistema político que surgió del voto del 28 de junio. El país vive días de enorme confusión. La vida del ciudadano promedio transcurre entre una variedad de sobresaltos, como el temor a perder el empleo, de ser objeto de un asalto o de no poder pagar las boletas de los servicios públicos. La sensación de no estar yendo a ninguna parte. ¿Dónde está la oposición? ¿Dónde el oficialismo? ¿Cuál es la agenda alternativa que proponen llevar adelante aquellos que esgrimen los resultados electorales como fundamentos de sus aspiraciones en el espacio opositor? ¿Qué grado de consistencia existe entre las promesas electorales de hace un mes y las actuales acciones y estrategias llevadas adelante estos días? Gobernar es sostener expectativas pero no sólo eso. Es también recrear comunidad política allí donde hay alteridad. Eso es lo que representa la búsqueda del bien común. Todo eso nos empuja hacia un concepto que se transformado en una especie de palabra mágica de un tiempo a esta parte: las instituciones. Pero, a la luz de nuestros recurrentes fracasos, lo que Argentina pareciera estar necesitando no es sólo nuevas o mejores instituciones. Lo que pareciera estar fallando crónicamente es nuestra capacidad –o, nuestra disposición– para someternos a las reglas de juego que establecen las instituciones existentes. Esa secular incapacidad de proponer como norte de nuestros comportamientos el sometimiento a la ley en lugar de buscar atajos para eludirla o interpretarla de acuerdo al propio –y no siempre, legítimo– interés. Esa falta de disposición a “ser iguales” en el respeto a la ley nos aparta de la principal oportunidad para vivir en una sociedad verdaderamente democrática. Si algo permite a las sociedades pasar del estado de simple agregación de individualidades al de comunidad, es el compromiso tácito de sus miembros de que la tensión permanente entre las aspiraciones individuales y las colectivas será resuelta en función del predominio del bien común. La percepción generalizada de que la dirigencia política y social está orientada al logro de sus propios intereses e incapacitada para buscar puntos de encuentro en torno a metas y objetivos de largo plazo, deja al ciudadano “liberado” para lanzarse miméticamente a una lucha donde la norma parece ser “sálvese quien pueda”. Una lucha donde quien puede es quien más fuerza –y no necesariamente más argumentos– puede exponer. Es un lugar común que nuestro país adolece de una baja densidad institucional, percepción ratificada por la larga tradición de inestabilidad política y múltiples quiebres institucionales. Esa es, también, la imagen que recurrentemente se proyecta de nuestro país en el exterior. Sin embargo, en las tendencias más recientes de los comportamientos ciudadanos pueden adivinarse los contornos de una nueva sensibilidad política. Esa nueva sensibilidad ciudadana parece disminuir los márgenes de aquellos que han hecho de la “cultura de los resultados” un argumento pragmático a favor de la centralización y la delegación política. Esa nueva sensibilidad parece empezar a advertir que el “cómo” también importa y que ese desdén institucional termina, a largo plazo, privando al país de oportunidades y de las consabidas ventajas de retener en manos de los ciudadanos la última palabra en materia de soberanía política.
*Socióloga. Analista de Opinión Pública.