Tiene mucho de ridículo asignar a un grupete de universitarios, muchos de los cuales dificultosamente podrían ser reconocidos como intelectuales, una influencia y un poder del que en verdad carecen. No es ése el ángulo que importa. Se conoce la famosa frase de Stalin cuando se le advirtió de la influencia del Vaticano respecto del desarrollo del bolchevismo. “¿El Vaticano?”, preguntó cínicamente el feroz dictador soviético. “¿Y cuántas divisiones tienen las Fuerzas Armadas del Papa?”, remató retóricamente.
Tenía razón y no la tenía. Stalin hablaba de tropas de infantería, blindados, piezas de artillería, cazabombarderos y el resto de la parafernalia que hace setenta años constituía el corazón de un poder militar que políticamente resultara convincente. Pero la Santa Sede contaba con otros recursos, como lo demostró décadas más tarde la combinación simbolizada en el binomio de Lech Walesa y Karol Wojtyla. No fue el poder militar lo que demolió al “socialismo realmente existente” armado por la Unión Soviética. Otras armas entraron en disputa.
En la Argentina, el grupo denominado Carta Abierta es insignificante desde el punto de vista electoral, e incluso en los propios medios culturales su inserción es extremadamente modesta. Le ha sucedido, además, algo parecido a lo que aconteció con Hebe Bonafini y las Madres de Plaza de Mayo. La jefa vitalicia de ese grupo se devoró a la organización: ella es todas ellas y todas ellas son ella. Carta Abierta hoy pareciera ser el profesor Ricardo Forster, y el profesor Ricardo Forster pareciera ser Carta Abierta. De vez en cuando intercede, levemente, la voz más austera, pero igualmente críptica y un poco taciturna, del sociólogo Horacio González, pero no mucho más. Así y todo, su modesta envergadura y su habitual oscuridad para expresarse no anulan la proyección que tienen sobre un grupo gobernante que ha manoteado “packs” ideológicos varios para nutrirse de razonamientos serios que le faltan.
Esa es la mayor trascendencia práctica de Carta Abierta: en el desierto conceptual sobre el que se han movido los Kirchner durante la década, Carta Abierta, al igual que el matrimonio anglobelga Laclau/Mouffe, han sido los proveedores principales de mercadería doctrinaria. Sus especiosas argumentaciones en defensa del populismo y en contra de la “destitución”, son la savia de la que se nutre la infantería oficial para librar las batallas de la “guerra cultural”. En este punto es cuando lo patético se convierte en ominoso, y lo ridículo muta en intimidatorio.
Para sostener su grosera interpretación, según la cual las denuncias de corrupción en el Gobierno son una velada manifestación de “antisemitismo”, el grupete intelectual no pestañea. Sin embargo, y sin registrar ninguna contradicción, ni principal ni secundaria, sus integrantes acompañan y sostienen desde cargos y sinecuras oficiales varias a un grupo gobernante que exhibe algunas perlas negras destacadas en su collar.
Para el jefe de la bancada kirchnerista en el Senado, capo-fila del menemismo senatorial en los años 90, Miguel Pichetto, en este país hay argentinos-argentinos y argentinos-judíos. Pilar de la guardia de hierro oficial desde hace diez años, Carlos Kunkel apoyó el pacto de Cristina con el régimen de los ayatolás de Irán, alegando que los “paisanos” de Israel también habían “arreglado” con Alemania después del Holocausto. Otro baluarte del nacional-populismo, Luis D’Elía es un nazi a secas y desde hace años. De modo que denunciar el robo social escandaloso que significa la corrupción serial promovida, o al menos tolerada, por el grupo gobernante desde 2003 es para Forster y compañía una maniobra siniestra, destinada a convertir al Gobierno en “el judío” a ser perseguido.
Fuerzas políticas democráticas que se oponen al Gobierno y periodistas muy diversos y numerosos (no “un” solo periodista hoy ni “un” solo programa de ahora) que desde hace años objetamos, cuestionamos y alertamos sobre las trapisondas oficiales somos, en esta mirada delirante, el cabezal de diamante de una conjura espantosa, el paradójico revés simétrico del viejo estigma peronista. Somos la nueva “sinarquía”, que habría anidado hoy en la sociedad. Lo dicen sin ruborizarse, como si se pudiera ignorar que al día de hoy el peronismo en sus diversas encarnaciones ha gobernado la Argentina nada menos que el 74% de los tiempos democráticos, o sea 248 de los 337 meses transcurridos desde que Raúl Alfonsín asumió la presidencia.
No hay, pues, delitos ni abusos, lo que se denuncia sólo son “anécdotas”. Dicen: siempre se robó. Preguntan: ¿por qué se encarnizan con los robos de ahora? Limitación pavorosa de una argumentación rústica: robar para el modelo no debería ser anatema, porque junto al robo hubo inclusión social. El Perón de los años 50, la Isabel de los 60 y el Menem de los 90 habrían sido, así, víctimas de la confabulación de unos oscuros intereses antinacionales que se escudan en la crítica de la corrupción para esterilizar gobiernos populares. Denunciar la corrupción es “reaccionario”.
En un páramo reseco, algunas gotas se han convertido en manantial. En estos diez años, el jarabe retórico del nacional populismo ha servido para dar pasajera robustez a las decisiones, movidas y opiniones del grupo gobernante. Este último capítulo es particularmente demencial: Carta Abierta alega que el gobierno que pactó con un Irán resuelto a aniquilar a Israel es víctima del… ¡odio antisemita! Se fueron al carajo, me parece.