Estos días se abrió una discusión sobre las actividades de la esposa del presidente Alberto Fernández, con motivo de la celebración de su cumpleaños. A raíz de esto, considero importante plantear la discusión no desde la coyuntura política, sino desde lo conceptual. El tema es si corresponde hablar o llamar primera dama a la pareja del presidente o primer ministro, como se llama en otros países según el régimen político imperante. Hay que referirse a parejas, porque no tienen por qué estar unidos legalmente ni se debe circunscribir a las de distinto sexo, ya que hay parejas del mismo sexo, que ahora se ven más ante el reconocimiento de casamientos o parejas del mismo sexo.
Aclarado esto, el uso de la denominación “primera dama“ es cuestionable. Cuando la jefa del gobierno es una mujer, no se habla de “primer caballero”. En esos casos se menciona como el esposo o pareja de la mandataria. ¿Por qué entonces no se hace lo mismo cuando el mandatario es un hombre? Estos son los resabios de la cultura de la desigualdad, que pone a las mujeres en su condición de meras acompañantes y restituye el papel de la mujer solo para cuidar la casa y los hijos, si los hay, pero sin capacidad propia de ser ella y desempeñarse autónomamente. Designarla como esposa o pareja no es solo un tema semántico, es ideológico.
En las elecciones se elige a una persona, cualquiera sea su identidad de género, para conducir un país en base a lo que piensa, propone y representa. Es decir, importan la persona y el grupo al cual va a representar, o sea el partido o agrupación política. Quien convive con esa persona en general no importa, aunque puede haber alguna excepción. Esto puede ocurrir cuando la candidata va sustituyendo al esposo o pareja, en ese caso él importa, como Xiomara Castro de Zelaya en 2012 en Honduras, que cambió en 2021, cuando se presentó de nuevo como candidata presidencial. Ya dijimos que esto es algo que debe acabar porque la participación política de las mujeres debe ser por lo que ellas valen y son y no por ser representantes de sus parejas o esposos. Si se elige a una persona, quien convive con ella debe mencionarse como su esposa/esposo o pareja. Quiere decir que no debe tener ningún tipo de función especifica más que acompañarlo en lo protocolar, y esto no debe ser obligatorio.
La diferencia es que no debe estar obligada a acompañar al mandatario en lo protocolar, debe se voluntario. La denominación “primera dama” genera obligaciones que no deben existir, porque no hay por qué asumir, como sociedad, el compromiso de tener personal a cargo pago por el Estado. No interesa que sean personas para asesoramiento o para cubrir necesidades como arreglo personal. Menos aún que tenga funciones vinculadas a prestaciones que realiza el Estado. En algunos países las “primeras damas” tienen oficinas montadas para realizar tareas que se superponen a las del gobierno. Existió una fuerte tendencia hace unos años, cuando desde los programas del VIH/sida se promovió esto, y quienes militamos en el feminismo nos opusimos. Cuando Michelle Bachelet, en su primer mandato presidencial, ante una reunión de “primeras damas”, mandó a una funcionaria.
En Europa la señora Merkel es un modelo de cómo un esposo o pareja siguió siendo solo eso, sin ninguna función, como es en el caso de los primeros ministros hombres. Entonces, lo que debemos revisar y eliminar es la función de “primera dama“ que no tiene ningún asidero constitucional ni legal. Vale una aclaración: si convive con el primer mandatario, comparte la vivienda oficial, pero eso no le puede implicar ningún otro beneficio. Sus actividades deben diferenciar las personales de las institucionales. En las personales debe atenerse a respetar las normas sin comprometer lo oficial, tarea que ambos deben cuidar.