Me pasó al revés; primero vi la película y después leí el libro. Ambos hechos ocurrieron hace más o menos veinte años. Empecé por La noche del cazador, de 1955, dirigida por Charles Laughton –con un Robert Mitchum inolvidable–, y luego leí la novela de Davis Grubb, publicada en inglés en 1953, traducida al castellano en 1959 en la colección Vértice de la editorial argentina Kraft, traducida por Raquel W. de Ortiz (según me cuentan, Anagrama también publicó el libro, 41 años más tarde que la edición porteña). La película es extraordinaria, la novela también. Sobre la película se ha escrito mucho, notoriamente menos sobre la novela, y aún menos sobre su autor. Sin embargo, la novela es tan oscura, perturbadora y radical como la película, y podría decir (en mi lejano recuerdo: la película la vi dos veces más, pero nunca más releí la novela) que el pasaje en que el falso reverendo asesina a la viuda de su ex compañero de prisión –con quien se había casado para robarle dinero– es más estremecedor en la novela que en la película. Luego, como suele pasarme, me olvidé de todo. Quiero decir, me olvidé de la novela, y también de su autor. Hasta que el año pasado me llegó un dato (como en la cárcel, entre los habitués de librerías de viejo también corren datos): en una librería de la avenida Corrientes, de las pocas que aún cierran hacia la medianoche, se encontraban los ocho tomos de Historia de la crítica moderna, de René Wellek, cada uno a $ 35 de entonces. Allí me dirigí, y luego de separar mis ejemplares, decidí echar una mirada a unos estantes muy bajos (no recomendados para quienes sufrimos de hernia de disco), que anunciaban cada libro a $ 5. Luego de media hora de infructuoso manoseo, cuando ya el polvillo de los libros subía por las inmaculadas mangas blancas de mi camisa Ermenegildo Zegna y mi cintura parecía haberse soldado a mi cuello, lo encontré. O para ser honesto: no me di cuenta de inmediato que lo había encontrado. Me llamó la atención el diseño de tapa (mezcla de pop berreta con aires de realismo carcelario: tres presos, en el patio de una cárcel, en el que uno le muestra un cheque a los otros dos), y también el recurso usado en el título: en lugar de Desfile de tontos, decía Desfile de tonto$, en una edición de bolsillo de Ediciones GP, de Plaza & Janes, Barcelona, 1971. Y allí reparé en el autor: Davis Grubb. ¿El mismo de La noche del cazador? Por un momento dudé, creía que sí... ¿o no? Sí, lo recordé, estaba seguro. Comprarlo y leerlo fue todo uno. Son 340 páginas de letras apretaditas (en una editorial independiente cool de las de ahora no daría menos de 500), muy bien traducido por Jesús Pardo (a mí, que no me gustan las notas de los traductores en las novelas, debo reconocer que las que incorpora Pardo son todas necesarias), que se leen con infinito placer. Desfile de tontos no es menor en nada a La noche del cazador. El mismo suspense, el mismo aliento narrativo, el mismo toque expresionista cruzado con citas al noir, e incluso la misma idea de una persecución a la salida de la cárcel, en medio de la obsesión por el dinero. Desfile de tontos (Fools’ Parade) fue llevada al cine en 1971, dirigida por Andrew V. McLaglen, protagonizada por James Stewart. Todavía no la vi (urgente tengo que aprender a bajarme películas de internet).