La Argentina del 2010 se está recuperando a muy buen ritmo de la recesión del 2009. Este rebote se debe, como ya comentáramos, a una extraordinaria performance del sector agropecuario después de la sequía devastadora de la campaña anterior; a un Brasil que, por su propio rebote, es una aspiradora de automóviles, autopartes y otros insumos industriales importantes; a un escenario financiero global que, hasta hace un par de meses, lucía tranquilo; y a un sector público que ha exacerbado su gasto y que ahora no sólo se financia con impuestos y con lo que le queda de la Anses –que este año ya será deficitario en sus flujos– sino que, además, utiliza reservas y emisión del Banco Central.
En los primeros cinco meses del año, la combinación de todos estos factores ha brindado un escenario de fuerte crecimiento y de un salto en el ritmo de la inflación, ya instalada en un entorno del 25% anual –y, lo que es más grave, con expectativas de inflación superiores a ese guarismo–, y con negociaciones paritarias que ya no miran la inflación pasada y procuran “ganarle” a la inflación futura.
Mientras esto sucede, las contradicciones reinan en el relato oficial, cómodo en este escenario.
Ahí comparten el mismo párrafo frases como las que siguen: “La inflación es un problema de poca oferta para satisfacer la demanda. Es necesario alentar la inversión, por eso vamos a dar crédito a tasa fija con emisión del Banco Central”.
Otros ejemplos: “La confianza en el futuro de la economía argentina hace que crezca sostenidamente la inversión”. “La inflación no se relaciona con la política monetaria y cambiaria.” “No se puede acelerar la devaluación, algunos dirigentes ignoran el efecto del dólar alto sobre la inflación.” “Los aumentos salariales no originan inflación.” “Apelamos a la responsabilidad sindical para que no desborden los pedidos de aumento salarial, hay un límite.” “Vamos a aumentar los salarios en el sector público el 23% para no fogonear expectativas de inflación desmedidas.” Etc., etc.
Todo esto se dice al mismo tiempo y, a veces, hasta por la misma persona.
Esta misma confusión se ha trasladado, lamentablemente, a varios analistas y políticos que sostienen, en la Argentina del Bicentenario, que no están probados los efectos devastadores de la alta inflación, la corrupción, y la debilidad de las instituciones sobre el crecimiento económico de largo plazo, la distribución del ingreso y la calidad de vida.
También ellos –nosotros– se sienten cómodos en medio de la inflación. No alcanza, al parecer, con el retroceso relativo de nuestro país frente a quienes han seguido otras políticas.
No alcanza, tampoco, con el hecho de que gran parte de la región crece más que la Argentina, pero con tasas de inflación bajísimas y con genuinas mejoras en la distribución del ingreso.
Argumentan, en cambio, que en la historia hay casos de países de supuesto éxito con alta inflación y corrupción. Pero alegar que no está probado que un contexto de alta inflación y de corrupción generalizada afecta el crecimiento económico de un país y la prosperidad de sus habitantes es como sugerir que no está probado que el cigarrillo afecta la salud porque “mi abuelo fumaba tres atados por día y vivió hasta los 90 años”.
Y a este escenario complejo de mediano plazo se le suma uno internacional que esta cambiando moderadamente, pero que puede empeorar aun más violentamente. El panorama financiero global se ha enrarecido desde la crisis del euro y desde que los motores del crecimiento global –China, India, el propio Brasil– empiezan a notar efectos no deseados en su crecimiento, lo que los está llevando a levantar el pie del acelerador.
A su vez, la menor demanda europea, la caída del precio del euro y la suave devaluación del real hacen que el tipo de cambio de la Argentina, descontado el diferencial de inflación, luzca menos competitivo.
Los sacudones financieros impiden, al menos por ahora, acceder al mercado de capitales para financiarse. En síntesis, un gobierno confundido que ha perdido la brújula macro –si alguna vez la tuvo– con una economía creciendo en alta inflación. Y una sociedad que está empezando, otra vez, peligrosamente, a “tomarle el gustito” a la droga de la inflación, subestimando las consecuencias sobre la distribución del ingreso y el crecimiento de largo plazo.