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Perón, Cristina, Lilita y vos

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Nada para pensar, nada para recordar. En el vacío de la experiencia se escribe la pantalla de televisión como una memoria distorsionada, un implante de un pasado falso. Ya no somos lo que fuimos, es decir lo que vivimos, sino que seremos lo que vimos. La televisión es una cinta deslizante donde tambalean y se agitan un montón de orangutanes ávidos de figuración. Las torsiones de sus rostros, la crispación constante, denuncia menos las convicciones prefabricadas que animan a sus portadores que la voluntad de imponer en nuestras conciencias la simulación de un yo. Y sin embargo, incluso en ellos hay como un amago de ser, que sobre todo se formula en el intento de sobrevivir a costa de la aniquilación del otro. En los programas de panelistas, por ejemplo, la frase que más se escucha es el tópico de una demanda (¿femenina?): “¡Dejame terminar!”. Desde que Perón entendió en Europa e importó para la Argentina el arte de la conducción, es decir, de la producción de sentidos en masa, el teatro inició su decadencia y al cine se lo destinó a la idolatría de ese consenso social conservador; que luego la televisión haya uniformado todo bajo la apariencia de la diversidad y la diferencia era el paso lógico, lisérgico, y ya está dado. La denunciante Lilita Carrió, por ejemplo, no funciona sino como alucinación de ese sentido dominante. La continuidad del espectáculo lo absorbe todo bajo la figura altisonante de los gritos y las denuncias, y el kirchnerismo –expresión del peronismo modernizado– aprendió y enseña que la disputa por una hegemonía irreal sólo se establece por la vía épica de la exaltación histérica. El fin aparente de la historia será cuando la trasnacional de las multinacionales productoras reemplace a los gerentes de la política por los fetiches de sus mercancías. Si Lennon llegó a ser más importante que Jesús, ¿por qué Nike no será más deseable que Scioli, Massa, Macri o Altamira?