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Picapiedras

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La bochornosa repetición de un lenguaje corto y exento de significado desnuda un empobrecimiento simbólico indesmentible, una progresiva y constante pérdida de matices y su paralelo vaciamiento de contenidos.

Ese lenguaje anoréxico, reiterativo, perpetrado en el marco de una paradójica cruzada contra los sinónimos, ha ido carcomiendo no sólo la musicalidad y belleza inefables del idioma. Fue pulverizando así, su capacidad de nombrar. Nombrar como acto de descubrimiento, identificar sin renunciar a las minucias que a menudo terminan por empobrecer realidades u objetos, desfigurados por la pétrea chatura de un vocabulario pedestre, necio y estéril.

Esta involución en el mundo de los significados no saca a nadie a la calle. No hay gente que “marche” por la vía pública para que la Argentina se cure de esta indigencia. Lejos de ser testimonio severo de este declive, los medios compiten alegremente por superar precipicios de pobreza expresiva cada vez más alucinantes.

En muchos casos, parece un divertimento lumpen, una farandulesca manía de degradar por el placer de degradar. Así, los diarios, por ejemplo, chapotean en modismos de particular imbecilidad. Ministros, políticos y otros famosos “salen” a decir algo, no dicen algo. Nadie se salva. El jueves 12 de agosto un diario tituló su página diez con: “El radicalismo salió a respaldar a Binner y a diferenciarse de Carrió” y, de inmediato, en la página 12, duplicó la apuesta con: “Kirchner salió a meterle presión a la Corte por la Ley de Medios”. Es apenas una muestra y ni siquiera una imputación exclusiva al diario de mayor venta en el país, cuya influencia en los usos del lenguaje colectivo es muy importante.

Los funcionarios relevados son “echados”, todo siempre “se complica” y no hay debate, confrontación o conflicto que deje de ser etiquetado de “pelea”. Los intercambios de ideas son invariablemente “cruces”, con añadido bélico sugestivo, porque los fulanos descriptos en estas páginas, semánticamente militarizadas, “salen a cruzar” a los Menganos.

Todo sucede como si el periodismo argentino no pudiera desembarazarse de la espesa conflictividad física que permea como telaraña su manera de escribir y hablar. Así, cuando un funcionario discrepa de un opositor, lo “cruza”, pero si el opositor se defiende o tiene la iniciativa, entonces lo que éste hace es “pegar” a Zutano.

¿Tiene relevancia este fenómeno? La abrumadora mayoría no lo considera así e incluso en el ámbito de los medios, los sabios están hoy confinados a ultramuros, confinados a la desatendida y poco calificada tarea de mirarse hacia adentro.

Una curiosa vuelta del destino se ha comido el alma del mundo de los editores, un fenómeno del que ni siquiera se salvan los libros. El reciente volumen de Juan B. Yofre perpetra un “enviste” en vez de embiste, “el Congreso justicialista me a (sic) hecho una cabronada”, “plesbicitado”, “viene con un montón de plata y va a ver (sic) inversiones importantes”, para citar un puñado de alhajas en una parva de errores puntuales e inaceptables en un libro de crónica histórica.

Inútil agraviarse con hechos singulares; lo que sucede en cada caso es apenas un capítulo de un escenario mucho mayor. Como producto de la crisis de la Argentina de fines del siglo XX y comienzos del XXI, la herramienta expresiva fue homologada a las instituciones. Ambas son despreciables.

El vandalismo es aquí una forma aceptada de la libertad y para todo agravio a las “formas” siempre hay una excusa ideológica o psicológica. Al perder su aspiración de monitores del habla cotidiana de los argentinos, los medios locales se ufanan de escribir y expresarse como lo hace “la gente”. Artillería inexorable y alborozadamente percibida como triunfo de la libre expresión; ya nadie “reprimirá” a nadie.

El fenómeno trasciende largamente al periodismo, como lo acredita el lenguaje de tiras y unitarios de TV, en los que proliferan escabrosidades ofensivas y sorprendentes. En Para vestir santos, la actriz Celeste Cid le reprocha a su colega Griselda Siciliani que “se garcha” a los tipos. El romance y las buenas maneras ya no se llevan, todo vale y todo sirve; estamos en el nirvana de la libertad. ¿Quién es cada quien para decir cómo se habla y escribe? Sutil, pero potente diferencia. En Lope, Cervantes, Quevedo, Calderón, como en Shakespeare o Molière, las rispideces y quiebres de la vida cotidiana se muestran con naturalidad y altura, al servicio de la elocuencia y en tributo a una historia. No es lo que sucede aquí: en la Argentina lo esencial es transgredir lo más procazmente posible.

Por eso, en los medios argentinos han desaparecido prácticamente los correctores de estilo y jamás han existido los “fact checkers”, verificadores de hechos que emplean, por ejemplo, los grandes medios del mundo para determinar la grafía y la pertinencia de nombres y apellidos y la exactitud de cifras y fechas. No acá, el país del “todo sé igual” acuñado por Minguito Tinguitella.

La semana pasada, por ejemplo, los diarios recogieron la visita al país de quien fuera fiscal adjunto en el juicio a las juntas, Luis Moreno Ocampo, pero todos lo bautizaron “el” fiscal (sic) de esa causa histórica. De un plumazo, lo desaparecieron a Julio C. Strassera, el verdadero fiscal, autor de la frase clave del siglo XX argentino: “Nunca más”. Nadie se inmutó, total, se igual.

Corresponde pedirles ideas a los partidos y planes al Gobierno, porque este país vive enfebrecido por un personalismo patológico que todos critican, pero nadie supera. Pero ese abismo en el que se han precipitado las propuestas, ese vacío de debate, esa predilección por las frases coloridas y fuertes, pero perfectamente estériles, y ese descarte de la discusión rigurosa van de la mano de una mascarada siniestra, la fantasía de una libertad adolescente y exenta de responsabilidades. Esa permisividad teóricamente libertaria esconde un vaciamiento proceloso: hablamos así porque pensamos así, y pensamos así porque hablamos así. Ponele. Capaz. A ver. Dale. ¿Todo bien?


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