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opinión

Pliegue, despliegue

En general, esa crítica me era indiferente: consideraba intelectualmente irrelevantes a esos intelectuales.

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Cuando yo era joven, al comienzo de eso que, por pereza e indigencia intelectual, es nombrado como “democracia”, un grupo tal vez muy visible de escritores e intelectuales de las generaciones anteriores ejercieron sobre nosotros, los veinteañeros de entonces, una actitud que, revista desde hoy, bien podría llamarse castradora (por supuesto que, de esas generaciones, la de ellos, no todos fueron así: de esos fui y sigo siendo amigo, a varios publiqué en diversos empleos editoriales que tuve y tengo, y lo más importante: los leo siempre). Ese grupo visible afirmaba una crítica agria hacia nosotros (un nosotros que, en verdad, nunca me incluyó: siempre fui solo). Mientras ellos habían militado en diversos grupos de izquierda, se habían exiliado o supuestamente habían resistido aquí, nosotros (un nosotros que nunca me incluyó: siempre fui solo. Ah, ¿ya lo dije? Bueno, lo repito), acusados de frivolidad, íbamos a Cemento, al Parakultural, a Palladium, o leíamos Cerdos & Peces (creo que yo escribí ahí, no me acuerdo bien, pasó hace tanto). En general, esa crítica me era indiferente: consideraba intelectualmente irrelevantes a esos intelectuales, y solo reparaba en aquellos que, bajo el modo del populismo de mercado (Soriano y compañía) o bajo el rasgo de un conservadurismo extremo (Abelardo Castillo y otros talleres de similar perspectiva) podían, precisamente, terminar generando las condiciones para una restauración conservadora en la literatura argentina, como ocurrió en los 90.

¿Y a qué viene esto? A que ahora yo, a punto de entrar en la tercera edad, me encuentro a contrapelo de la época. Tengo una mirada muy crítica de muchas de las escrituras y pensamientos contemporáneos. Que ensayistas de una trivialidad abrumadora como Mark Fisher, Boris Groys o Byung Chul Han, entre otros, ocupen un lugar relativamente central en los debates actuales solo nos informa de la propia trivialidad de la época. Pues la pregunta que me hago reside en cómo efectuar esa crítica a la época sin volverme, a mi turno, conservador. La primera ventaja es que no poseo ninguna voluntad de influenciar a nadie (por otra parte, ¿quién quisiera estar influenciado por mí?). Pero, sobre todo, porque pienso nuestro tiempo bajo la frase más optimista que conozco, la de Kafka: “Hay esperanzas, pero no para nosotros”. Eso implica pensar nuestra época como un impasse, un pliegue, un repliegue. Tomemos, por dar un ejemplo, la filosofía francesa del siglo XIX. ¿Qué dio de interesante? Poco y nada. Pero el siglo anterior, el XVIII, fue extraordinario, y el siguiente, el XX, aún más intenso y notable. El siglo XIX, para la filosofía francesa, fue un gran impasse (no así para la literatura, de Balzac a Flaubert y de Baudelaire a Mallarmé, todavía insuperables) que un día terminó, para desplegarse en un conjunto de pensamientos radicales. 

El problema es que la trivialidad de nuestra época alcanza no solo al pensamiento, sino a la música popular, al cine (arte ya casi difunto), a las pavadas que se presentan como lo nuevo (esas series que dan en las plataformas, las redes, etc.) y, por supuesto, también a buena parte de la literatura. Pues, nuestra tarea urgente consiste en pasar del pliegue al despliegue y reinventar un espíritu crítico ante la nueva alianza entre capitalismo y fascismo, que ya está entre nosotros.