Anna le decía que lo amaba y que podría perdonarle todo, pero no hubo caso. A él lo que le importaba era atormentarla. Así, le arruinaba el cuerpo a puñetazos y la dejaba encerrada en la casa para que ella no se viera con nadie. Cuando regresaba del trabajo, el tipo revisaba cada rincón para verificar que ella no tuviera amantes escondidos. Tampoco alcanzó. La obligó a inyectarse heroína y a compartir el lecho con él y un amigo, en un vicioso menage-à-trois.
No sabemos, en cambio, qué decía otra mujer, Fátima R., pero sí lo que sus padres habían resuelto por ella. Adolescente marroquí nacida en el seno de una familia ortodoxamente islámica, fue secuestrada y castigada a golpes por sus padres y por su hermano, convencidos de que la conducta de la muchacha era inaceptable. Los jueces de Alta Sajonia, en el primer caso, y de Bolonia, en el segundo, tuvieron sus propias ideas respecto de estas personales, si se quiere mínimas, pero sórdidas tragedias personales. Vale contarlas.
Anne Sereikaite es una joven nacida en Lituania y radicada en Alemania. Se puso de novia con un italiano de 29 años, al que conoció cuando trabajaba de camarera. ¿Amor a primera vista? Maurizio Pusceddu, de 29 años, literalmente se volvió loco de pasión por Anne. La relación comenzó. Pero atribulado por los celos y su posesividad patológica, Maurizio la torturó durante meses, hasta que ella fue a la Justicia. ¿La Justicia? Pobre Anne...
Un germánico juez, el barón Bürries von Hammerstein, presidente del Tribunal de Buckeburg, se figuró que tenía que expedirse “correctamente”. Al ver que el golpeador era de Cágliari (Cerdeña), aplicó la ideología del relativismo cultural en términos “progresistas”. Por esos graves delitos pidió seis años de cárcel. Maurizio apagaba las colillas de sus cigarrillos en las partes íntimas de Anne y solía maniatarla a la cama.
Pero el magistrado además solicitó un atenuante: que los seis años de encierro fueran cuatro, porque “hay que tener en cuenta las improntas culturales y étnicas del imputado”.
El juez consideró que, puesto que Maurizio, empleado en una heladería a 40 km de Hanover, era sardo, tuvo “una efusión de exagerados celos”, que ameritaba descuento de la pena.
A la pobre Fátima R. de Bolonia le sucedió algo parecido, pero diferente. Ambos casos se conocieron estos días de manera azarosa, al trascender las decisiones judiciales. Hija “rebelde” de una familia arcaica, los vejadores de la muchacha marroquí han sido absueltos por la Justicia. Su madre, su padre y su hermano, de fe islámica, le pegaban y la tenían encerrada para castigarla, por “frecuentar a un amigo y, en general, por su estilo de vida, no adecuado a nuestra cultura”.
La Casación –pese al vigoroso pedido del fiscal de Bolonia, que pedía condena para los golpeadores, acusados de secuestrar a la muchacha y maltratarla– confirmó la absolución. Los jueces compartieron la tesis de la Corte de Apelaciones de Bolonia, que admite que la chica permanecía maniatada “por su bien” y que los castigos de sus padres “no eran habituales”, sino resultado de conductas de la adolescente, a las que la familia “no juzgaba adecuadas”.
Previamente, los jueces de Primera Instancia habían condenado a los golpeadores, responsables de castigos brutales.
Aterrorizados de adoptar decisiones que pudieran revelar una severidad excesiva, que “discriminaría” a personas de otras culturas, los jueces italianos se pusieron de parte de los padres de la chica. Si se hubiese tratado de una muchacha de Turín, blanca y rubia, los padres castigadores hubiesen sido severamente sancionados, pero, siendo alguien proveniente de otra galaxia cultural, había que tener en cuenta sus “sensibilidades”, ¿no?
¿Qué debe primar? ¿La igualdad ante la ley o las derivaciones de una pastosa, hipotética “diversidad” cultural? Es un punto de inflexión de gravedad colosal, porque, al dejarse extorsionar por el pedido de indulgencia, los magistrados terminan convalidando la legitimidad de los “delitos de honor”, habituales en países de cultura musulmana y en las sociedades cerradas formadas por las emigraciones establecidas en Europa.
Consulté a una excepcional penalista, la argentina Marta Nercellas, para quien “en el campo penal (al menos en nuestra concepción liberal de la respuesta punitiva), el imputado tiene que ‘comprender la criminalidad del acto’ y esto implica que, si proviene de una ‘subcultura’, de una formación diferente, por más que creamos que son aberrantes los principios en los que se apoya, ¿podemos aplicarle, además, una pena por ello?”.
¿Propone ella, entonces, impunidad total para quienes martirizan escudándose en particularidades culturales? “No se trata de dejar sin resguardo a la mujer que tuvo la mala fortuna de elegir a un ‘candidato’ como los descriptos”, dice, pero considera que “las víctimas de estos relatos quedan con cicatrices que ni la reclusión perpetua del agresor logra mitigar, pero las respuestas a los actos que agreden derechos de otros ¿debe ser siempre la sanción penal?”. Nercellas admite no tener muchas respuestas: “Si yo tuviera que decidir, sin duda sacaría de la zona de riesgo a las mujeres agredidas, pero qué haría con esos (para mi manera de ver las cosas) monstruos, entra en una zona bastante más imprecisa. El Corán ni ningún otro texto que se pretenda religioso debe permitir dañar a otro, sin embargo Inquisición, Cruzadas y Guerras Santas nos marcan que a lo mejor no es tan cierto”.
En Alemania, por ejemplo, un juez acaba de ser destituido porque se negó a concederle un divorcio acelerado a una mujer de Marruecos, casada por el rito musulmán, y que “tendría que haber admitido la eventualidad de ser golpeada por el marido”, alegó el varonil magistrado.
Es absurdo e injusto, desde luego, estigmatizar como un todo al islam por estos episodios. La falta de mérito para los crueles padres de la chica marroquí fue condenada por el presidente del capítulo italiano de la Liga Musulmana Mundial, Mario Scialoja, indignado por el repulsivo aval de los jueces a la familia golpeadora. Ex embajador ante Arabia Saudita convertido al islamismo, Scialoja aclara que “nadie encontrará en el Corán que está permitido golpear a los hijos para mostrarles qué vida deben vivir”.
Sin embargo, jueces y opinadores de todo el mundo proceden con miedo, inseguridad y remordimiento porque barruntan que sus valores occidentales pueden llegar a ser equiparados o asociados con el “imperialismo” o la “explotación”. Cierran la boca ante brutalidades, oscurantismos, censuras y prohibiciones que caracterizan más de un discurso político “progresista”. Al obrar así, enfermos de incertidumbre y debilidad en sus propios valores occidentales, revelan que en el mundo va prevaleciendo una extraña ensalada de doctrinas supuestamente modernas y superadoras, maquilladas como paradigmas de equidad y tolerancia.
Así sucede en varios países europeos, en los que la incertidumbre y el temor paralizante producen una anestesia generalizada ante los procedimientos más oscuros y bárbaros, incomprensiblemente reverenciados en nombre del progreso de los pueblos.