No parece que haya tanto fuego. Sin embargo, hay demasiado humo. Tal vez contaminante, como el residuo venenoso que taló la vida de centenares de víctimas en Cromañón. Uno no acepta el peligro porque lo ignora, como los chicos: ¿quién podía prever la fatalidad extrema del humo en ese boliche? Más bien, en todo caso, se temía por el fuego. Los grandes, a su vez, suman otro ingrediente a la ignorancia: como muchos provienen de otras décadas, en las que había más fuego letal que humo, se consideran con experiencia suficiente para devaluar lo que ocurre en una sociedad neblinosa, a la que le cuesta ver, y es una irritada báscula entre categorías primarias como la del miedo y la del castigo. Amparos, además, del maniqueísmo blanco o negro, amigo o enemigo, que forja calamidades a partir de que unos rechazan esa eventualidad y otros imaginan esos acontecimientos como si fueran vacaciones. Patología argentina recurrente.
Por 15 días locos
Un compendio sencillo sobre hechos escalonados en los últimos l5 días (paros, acampes, cortes, declaraciones, amenazas, imputaciones, insubordinaciones múltiples, la curiosidad de que los gobiernos de cualquier índole espíen a los ciudadanos) sólo retratan el estado febril de un grano que no se sabe si explotará o, finalmente, se absorberá en el cuerpo enfermo. Ni un antibiótico en la superficie, sólo aportes para complicar el cuadro. Por citar algunos: Elisa Carrió advierte sobre un diciembre violento y recorre embajadas para alertar sobre los Kirchner como si éstos fueran Rosas y ella Urquiza reclamando asistencia a Brasil para derrocarlo; algunos grupos “sociales” anticipan jornadas revolucionarias, otros no menos “sociales” afirman estar dispuestos a defender la otra “revolución” (ciertos cínicos de la realidad sostienen que esos núcleos sólo demandan más tajada dineraria para mantenerse y crecer); Aníbal Fernández, una fuente inagotable de titulares periodísticos, no deja de advertir sobre conspiraciones en marcha, jura que “no nos van a sacar” y menos “no nos vamos a ir”; Hugo Biolcati diagnostica que la ira del pueblo, de su pueblo, proviene de la ira del Gobierno; la nueva política de Mauricio Macri se involucra en un caso de “escuchas” deplorable con sospechas varias, pero multitud de afectados; los artistas famosos que más lideran el pasatismo televisivo de pronto se comprometen a su modo, sencillamente, contra la epidemia del delito y por ese atrevimiento son acusados de “ricos”; la Presidenta reduce los conflictos a un solo enfrentamiento, al que ella protagoniza con el Grupo Clarín (uno, que lidió con el multimedio por décadas mientras los Kirchner jugaban a las muñecas con el “monopolio” –palabra que no les corresponde por otra parte, autoría quizás de Julio Ramos– y se intercambiaban favores mutuos en detrimento de otros); por si no alcanzara este festival diario, después de prometerse que a pesar del diálogo nunca se fotografiaría con Luis D’Elía o Emilio Pérsico (una mañana reciente, en la cúpula de la CGT), Hugo Moyano se allana a esa instantánea antes prohibida con rostro risueño y amenazante que lo aparta y enemista con dirigentes sindicales afines. Es que pocos disfrutan con la promesa de convertirse en soldados para proteger la calle y al Gobierno, ya que esa decisión para reclutar voluntades para la defensa también implica acumular lanzas que pueden pasar al ataque. Para quien guste de las palabras para calificar este cuadro, abundan en el diccionario y empiezan con la misma letra: insensatez, intolerancia, impotencia, inmadurez, impaciencia.
Espejitos y abanicos
Sobran en los medios comentarios sobre la furia oficial, también sobre sus miedos, su actitud permisiva ante ciertos reclamos (por ejemplo, el modo en que resolvió, entregando, lo que antes les negaba a los grupos que acamparon en la 9 de Julio), contratando voluntades, ofreciendo espejitos, fingiendo que hasta controla lo que inesperadamente se le ha descontrolado. En cambio, poco se habla del entusiasmo reivindicativo que gobierna a ciertos espíritus, unos acosados por la venganza (la derecha, dirían en Olivos) y otros presuntamente progresistas porque, desde la demanda social, el encuadramiento de los gremios o la exoneración de delegados sindicales, sienten que la hora los llama para una gran aventura congelada desde el siglo pasado. Como a Lugones con la espada, aunque con sentido inverso. Otra argentinidad: suponer lo que no son, prender inútilmente una madera empapada. Eso sí: generan humo. Mortal, tal vez.
Es notable la cantidad de sellos y etiquetas que hoy distinguen al abanico “social” de la izquierda –casi un éxtasis si un burocrático registro de marcas cobrara un canon por esa existencia–, buscadores de planes rentados y otros subdisios para cubrir lo que el Estado no cubre en los sectores menos favorecidos. O para aumentar esa dependencia, como hicieron los sindicatos con la salud cuando los hospitales y la medicina pública no alcanzaban para satisfacer necesidades. Empezaron como apéndices, según la ley de obras sociales, terminaron dominando el sistema (5 millones de almas).
Hay quienes desconfian de esa pretensión loable, tanto como de la del movimiento obrero en su momento. Suponen que esa multiplicación de agrupaciones “sociales” persigue un fin político, incluso superior a la modesta cobertura que el Gobierno se guarda para sí, con afán protector de sus intereses (y estabilidad). Sin embargo, si crece, hasta puede ser opuesta a los designios oficiales, evidencia que ronda en las cabezas de Olivos ante su desesperación por no poder sujetarlos en la calle. No faltan antecedentes de quienes, en el pasado, fomentaron esas movilizaciones de postergación social para un ulterior fin político, el propio. Basta con la simpleza del generoso estribillo “qué lindo que va a ser el Hospital de Niños en el Sheraton Hotel”.
Casi un lugar común, local y minúsculo como dato, que tampoco revela el curso de la afiebrada situación de hoy. Ya que este tipo de experiencias ha tropezado, aun en la alegría de su fortalecimiento partidario, con límites: el propio Estado (o los contribuyentes) que los alimenta. O que les concede pasivamente. Si uno toma el ejemplo del puente de Gualeguaychú (cerrado hace más de tres años), bien podría imaginar que, por falta de intervención en los subtes –no olvidar, un servicio público, “subtes para todos”–, en la Argentina pueden dejar de funcionar sine die. Con complacencia o no del Estado por el reclamo, la pregunta se impone: ¿qué tipo de revolución se inicia a partir de que la gente no pueda transportarse bajo tierra? El mismo sentido se le puede otorgar a la sucesión incrementada de cortes de avenidas y autopistas, al florecimiento de nuevos acampes, ¿se supone que ese desborde –más las declaraciones ad-hoc– inducen a un proceso revulsivo o simplemente al establecimiento del caos ciudadano?
Acción y objetivos
Hace años, ni vale la pena recordar la cantidad, como periodista tuve la oportunidad de entrevistar en la clandestinidad a un dirigente tupamaro en el Uruguay, entonces un Movimiento de Liberación Nacional pacífico y original, que no abjuraba de la lucha armada, pero que en la práctica sólo realizaba asaltos a bancos, fugas de la cárcel o les robaba el oro a los millonarios de sus cajas fuertes. Casi simpáticos. En aquella ocasión, durante una charla en motocicleta y en una plaza pública de Montevideo, el guerrillero urbano me entregó un documento reconociendo la autoría del secuestro de un funcionario de la Embajada de los Estados Unidos (Claude Fly).
Casi ingenuamente, le pregunté a este guerrillero sobre el objetivo militar y político que presidía ese tipo de actos, y me respondió para darme aproximadamente el pensamiento del consejo directivo del MLN: deteriorar al máximo al gobierno uruguayo para lograr la intervención castrense de la Argentina y Brasil para que, luego, el pueblo se levantara contra esa invasión. Era obvio que su referencia de entonces era Vietnam, más seductora que el modelo soviético de Cuba.
Discutimos al respecto, por entonces podía ser osado, pero también racional, no congeniamos y más tarde le referí al abogado –defensor de presos Tupamaros y proclive a la organización– que me había combinado la entrevista, mi impresión disparatada sobre esa propuesta tupamara.
Ocurre, me refirió el abogado, que la organización ha pensado más en la acción que en el objetivo y que esa acción, finalmente, tiene un techo: no se alcanza el poder a través de secuestros, asaltos o golpes tipo Robin Hood. Y, si se lo logra, el daño consiguiente a la sociedad puede ser incalculable.
Fuego democrático
Después de pérdidas irresponsables, Tupamaros optó por un camino democrático y se distanció del fuego. Hasta alcanzó el poder y hoy uno de sus ex jefes, como Pepe Mujica, es candidato a presidente. Habrá que ver cómo otros países se apartan del mínimo fuego y del terrorífico humo, tan asfixiante que obliga a arrastrarse por el piso para sobrevivir. Ya que, literalmente, puede matar.