Cierta vez le pregunté a Ricardo Zelarayán por qué nunca había escrito un ensayo, y me respondió: “Porque el ensayo es un género paranoico”. Zelarayán, como Fogwill –que en sentido estricto nunca escribió un ensayo, sino artículos periodísticos, intervenciones, notas de opinión–, ya eran lo suficientemente paranoicos como para saltearse el pasaje por el ensayo. Pero más allá de la boutade, cierto es que el ensayo es ante todo un género interpretativo, y la interpretación incluye siempre una cierta clase de hermenéutica, de abismo conjetural, la puesta en relación de textos que aparentemente no tienen relación. El ensayo es un género por definición recursivo: piensa en otras cosas al mismo tiempo que se piensa a sí mismo. De los diversos subgéneros del ensayo, hay uno al que suele llamarse “ensayo de escritores”. Y en el interior de ese subgénero existe uno al que se denomina “ensayo de poeta”. Nada me es más ajeno (o tal vez sí: las películas de Campanella) que la división en géneros, subgéneros, etc. Diré entonces que los ensayos literarios no se vuelven interesantes por estar escritos por poetas (alcanza con leer a Hugo Mujica para comprobar la veracidad de esa frase), pero sí que hay poetas que también han escrito grandes ensayos. Ediciones de la Universidad Diego Portales, de Chile, viene publicando –al cuidado de Ignacio Echevarría– una serie de ensayos de poetas norteamericanos por demás interesantes. Yo leí tres: Poesía, ensayos y entrevistas, de George Oppen; La gran licencia, de John Ashbery, y La invención necesaria, de William Carlos Williams. Como es sabido, Williams tuvo una buena recepción entre nosotros, en algunos de los llamados “poetas de los 90”. Pienso en cierta influencia de poemas de Williams como Sólo quiero hacerte saber o Danse Russe, sobre algunos de los mejores poemas de Fabián Casas, como Sin llaves y a oscuras. Menos circulación tuvieron sus novelas, como Así comienza la vida (Santiago Rueda, 1946) o sus cuentos, como Historias de médicos, (Montesinos, 1986). Y mucho menos aún se conocen en castellano sus ensayos, con la excepción de El idioma estaunidense, que se publicó en un sinfín de revistas, a veces con el título de El idioma norteamericano. Por lo que la aparición de La invención necesaria es de por sí un pequeño acontecimiento para los lectores de Williams en nuestra lengua. Leído en su conjunto, el libro presenta a un Williams plenamente antiintelectual, si se entiende lo intelectual, como él lo pensaba, como aquello a lo que se dedicaba T.S. Eliot. Pierde de vista Williams que entre la perfección fría y académica de Eliot y la percepción que él mismo tenía de la cultura norteamericana (la de un honesto médico de Nueva Jersey) hay un conjunto de experiencias literarias radicales, sobre las que casi no se detiene. Se detiene, sí, en Marianne Moore, lo cual habla muy bien de él, pero también en E.E. Cummings, tiñendo sus gustos sobre un manto de dudas. Ocurre que cierto vitalismo recorre sus ensayos, como en verdad también su poesía; sólo que ésta es extraordinaria y sus ensayos, no. La traducción y el prólogo de Juan Antonio Montiel son inmejorables, y algunas frases de Williams, dichas al pasar, también. Como cuando en El idioma estaunidense, de 1940, afirma: “Sólo los rusos que censuran la correspondencia nos ganan en estupidez”.