Una discusión de fanáticos es absurda porque sólo hay pasiones que anulan la razón y con ello la capacidad de lograr algún mínimo acuerdo. Es un intercambio en el que nadie cede y no hay fondo, sino formas. Esto pasa en la Argentina cuando un debate político invade cualquier mesa que comparte un defensor del gobierno anterior con un guardián del gobierno actual.
Los estudios cualitativos muestran que el punto comparativo se reitera nivelando para abajo. El kirchnerismo se compara con la crisis de 2001 y el macrismo, con la corrupción K. Eduardo Levy Yeyati describe un experimento por el cual se evidencia que podemos evaluar las medidas de gobierno más fácilmente por quien las ejecuta que por el análisis de la medida en sí mismo. Explica cómo entre los votantes de Cristina existe una altísima aprobación a una medida tomada por ella, y bajísima aprobación entre votantes macristas, pero a su vez la misma medida propuesta por Macri tiene alta aprobación entre votantes del gobierno actual y baja aprobación entre votantes de la ex presidenta. Medimos quién, y no qué.
El problema no es la grieta, sino qué reglas de juego estipulamos para dejar de mirar para atrás y poder mirar hacia adelante. En EE.UU., el presidente termina su carrera política cuando termina su mandato y deja la discusión para adelante, para el que viene. En la Argentina, un presidente pierde el cargo pero no las mañas y volver siempre es una opción que los gobiernos siguientes pierden mucho tiempo y esfuerzo en evitar o en sostener.
Cambiemos ganó en 2015 con promesas de un cambio que pretende ser cultural y no solo la inercia de un péndulo que pronto volverá a caer. Pero en la Argentina hay que ganar elecciones todos los días porque vivimos en un país de revalidación permanente, con campañas cada vez más largas que pueden llegar a ocupar el 40% de un mandato ejecutivo entre período preelectoral y campaña propiamente dicha.
En esta frenética competencia permanente, la polarización gana elecciones (también las pierde) pero no genera consenso. Unir a los argentinos es una necesidad de gobierno, no electoral.
Una muestra de esto fue la reforma previsional, que buscó consensos políticos, pero no sociales. La falta de información que justificara el cambio de fórmula fue ocupada por otra información, la del otro lado de la grieta. La violencia en las calles, que aún analizamos con llamativa normalidad por ser diciembre, no es la oposición, es anarquía, pero tiene la curiosa contradicción de favorecer el statu quo y anular un reclamo que podría ser válido.
Sin embargo, parece haber un mayor costo del previsto. Aunque los entendidos expliquen que la reforma previsional es necesaria y parte constitutiva de un gobierno que no quiere ser populista, las encuestas reflejan que para la mayoría de los argentinos es mala e innecesaria. “La mayoría de los argentinos” son muchos más que los entendidos. Pero el Gobierno ya tiene su contraparte. Cristina hablando más minutos de los permitidos en el Senado, confrontando y “siendo ella misma”, como reflejan las crónicas. Y volvemos a empezar.
La comunicación electoral y la de gobierno difiere incluso en objetivos. En elecciones podemos comunicar a los propios y a los que nos pueden llegar a votar, pero a la hora de gobernar será difícil mantener una tensión permanente con el resto de los argentinos. Como dice Moisés Naím en El fin del poder, es más fácil llegar al poder que mantenerlo. La comunicación de gobierno no es un lujo, es necesaria y debe ser responsable. Es riesgoso comunicar bajo premisas electorales y puede impedir cambios verdaderos.
Un plan de gobierno que pretende ser transformador y corregir distorsiones crónicas de nuestra historia no puede ir al compás de estrategias electorales. El consenso es el combustible necesario para cambios durables que la polarización solo pondrá en permanente cuestionamiento. La comunicación debe hacer su aporte en ese sentido.
*Consultor político.