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Política de las identidades

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Mónica Peralta Ramos escribió en El cohete a la luna: “Desde 2019, la población ha perdido tres años de esperanza de vida, un suicidio social cuya magnitud es aún mayor en los estratos de menores ingresos; un país donde el wokismo y la ‘política de identidades’ (identity politics) penetra a las instituciones y, fragmentando a los individuos, los polariza en luchas estériles que dejan intacto al orden establecido y al racismo que permea las estructuras más profundas del país”. La última parte revela que el país del que se habla es los Estados Unidos, pero si extendiéramos la definición de racismo a nuestros “negro de mierda”, “bolitas” y “paraguas”, bien podría tratarse de Argentina, donde el wokismo y la política de las identidades tienen los mismos estériles efectos que en el país del norte.

Las últimas novedades al respecto son la película Tár, protagonizada por Cate Blanchet, y la reciente decisión de depurar las ediciones en inglés de los libros de Roald Dahl (en francés y en castellano, aparentemente, los cambios no se harán).

Entre nosotras, mucho más subrepticiamente pero con la misma tenebrosa energía ya se impone (copio documentos) una capacitación universitaria obligatoria en “modelos hegemónicos de belleza” con el objetivo de “lograr una definición integral de violencia que valore la importancia de transformaciones culturales en el campo”.

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En esa “definición integral de violencia”, pareciera, cumplen roles complementarios la violación, el femicidio, el racismo, los modelos hegemónicos de belleza y los usos no inclusivos del lenguaje. Aferrarnos a una gramática vetusta o extasiarnos ante una determinada partitura nos vuelve cómplices inmediatos de las más grandes violencias. Eso mismo se oye en una de las escenas claves de Tár, donde la música de Bach se asimila sin mayores mediaciones con las injusticias del régimen patriarcal.

La “política de las identidades” extiende su tutela sobre los modelos de belleza, los cánones literarios, los archivos musicales y los regímenes proposicionales. Como para hacerlo prescinde, paradójicamente, de historiadores del arte, lingüistas o expertos en estética, esas microintervenciones son endebles y muy provisorias y generan más resentimiento y polarización que autoanálisis, más división que consenso. 

Deleuze y Guattari alguna vez dijeron: “Se podría decir que un poco de subjetivación nos alejaba de la esclavitud maquínica, pero que mucha nos conduce de nuevo a ella”. Cuarenta años después, seguimos ignorando esa advertencia.