Desde que el INDEC comenzó a falsificar sus estadísticas hace más de dos años, me pregunto cuál es el objetivo que persiguen los Kirchner con la maniobra. Por qué sostienen mes a mes una mentira tan burda y dejan al país sin información sobre la actividad económica, los precios, la pobreza o el empleo. Nadie cree en las cifras del INDEC intervenido por Guillermo Moreno, ni siquiera los kirchneristas más consecuentes, aunque su jefe se empeñe en destacar cada tanto que esos resultados son confiables y su obtención virtuosa. Es obvio que los datos del INDEC, una dependencia del Ministerio de la Verdad orwelliano, forman parte de la propaganda oficial que nos cuenta cada día que vivimos en un país justo y próspero. Y con gobernantes tan sabios que solucionan las crisis nacionales e internacionales gracias a cierto “modelo” de su creación exclusiva, un modelo cuyas bondades son evidentes pero sus características se guardan en el más estricto secreto.
Pero hay algo más en todo esto. El empeño por perseverar en la mentira excede la mera vocación de engañarnos con el índice de inflación, objetivo imposible desde hace un largo tiempo. Después de buscar infructuosamente una respuesta, terminé encontrando una pista en un libro que nada tiene que ver en principio con la política nacional. Se llama Guerra y lenguaje y su autor es Adan Kovacsics, un chileno radicado en España que ha desarrollado una impresionante tarea como traductor de la literatura alemana y húngara (desde Stephan Zweig a Sandor Marai, desde el desconocido y brillante Hans Lebert a Imre Kertész) y que en el ensayo que da título al libro se propone analizar la relación entre esos dos términos. Kovacsics parte de dos pensadores como Walter Benjamin y Karl Kraus, que hace cien años advirtieron, pensando desde sistemas opuestos, que en la propaganda patriótica y belicista de la Primera Guerra Mundial se localizaba una profanación definitiva e irreversible del sentido del lenguaje.
Kovacsics salta luego a un momento mucho más reciente, la invasión americana a Irak, y se detiene en la bizarra presentación que hizo el secretario de Estado Colin Powell ante las Naciones Unidas de las supuestas evidencias de que había “armas de destrucción masiva” en el país a punto de ser atacado. Cualquiera que examinara las fotografías y las grabaciones de Powell podía comprobar que no demostraban nada, pero el acto de iniciar una acción bélica a partir de una mentira flagrante (una práctica recurrente en todo el siglo XX, desde la invasión alemana a Polonia hasta la soviética a Hungría) responde menos a la necesidad de encontrar una excusa circunstancial que a un propósito mucho más autoritario. Kovacsics escribe este párrafo notable: “Resulta llamativo que las mentiras que acompañan el primer paso hacia la guerra sean tan zafias, de tal modo que se percibe que faltan a la verdad en el instante mismo en que se pronuncian o se escenifican. Hasta tal punto lo son que incluso se llega a afirmar que, propagandísticamente, ‘favorecen’ al enemigo. Aun así, se dicen. ¿Por qué? La respuesta más probable es el deseo de que se ‘note que se trata de una mentira’. Es como si se sentenciara: ‘No necesito la verdad para dar el golpe de fuerza’. Es más, debo mostrar que no la necesito para imponer mi ley, donde ‘ley’ no significa legalidad, sino algo anterior a ella: mi voluntad”.
Ese razonamiento sirve también para explicar la conducta de los gobiernos en tiempos de paz. Empezando por el de los Kirchner, que han convertido a la mentira impuesta contra la evidencia en un estilo de administración. No se trata sólo de repetir la mentira mil veces hasta que sea creída, sino de algo aun más siniestro: lograr que los ciudadanos se resignen a aceptar como natural el desprecio por la verdad del que manda y ya no se indignen ante las palabras del poder. Guillermo O’Donnell ha dicho hace poco algo sugestivo: que las democracias pueden morir lentamente, que uno se puede levantar un día y encontrarse con que la democracia está muerta. Ese día es aquel en el que la pasividad general frente a la mentira del soberano muestra que se ha quebrado la última resistencia.
*Periodista y escritor.