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Presidencia incomprendida

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Las brumas de las islas Malvinas entristecen a los argentinos de 1982. Los británicos triunfan. La victoria es de los otros, como en el lacerante Poema conjetural, de Borges.
El último fracaso que la sociedad tolera a las Fuerzas Armadas. Malvinas pulveriza el prestigio de los guerreros de la independencia y hasta el orgullo por el coraje criollo. Deja una estela de sangre, un legado de intolerancia, una deuda externa impagable, un déficit fiscal astronómico, un golpe a la cultura del trabajo. El Proceso de Reorganización Nacional ha desmantelado todo.
La dictadura se termina. ¿Qué es lo que viene? Ya no están Perón ni Balbín. Sin candidatos a la vista, lo que viene, parece, es el retorno del peronismo. Los pueblos no cambian su voto. Lo dicen todos. Casi todos.
Raúl Alfonsín sabe que nada está escrito. Su primer acto, en la Federación de Box, desafía la prohibición vigente desde 1976. Se hace un mes después de la capitulación en Malvinas. Hasta entonces, él es el jefe de una corriente tres veces derrotada en la interna radical. Minoría del partido minoritario. La Casa Rosada, una quimera.
Explota el Luna Park en diciembre, cuando Alfonsín convoca “a los socialistas de Juan B. Justo y de Palacios, a los conservadores de Pellegrini y Roque Sáenz Peña, a los peronistas de Perón y de Evita”. Carlos Mutto, de France Press, bautiza esa concentración como “el 17 de octubre de Alfonsín”. Pero pocos radicales creen en el triunfo. Italo Luder, el candidato peronista, es un respetado hombre de leyes que ha ejercido la presidencia provisional en 1975.
Alfonsín recita el Preámbulo. Un canto a la paz y la convivencia. Una reivindicación de la vida y el derecho frente a la ilegalidad sangrienta. También una caricia a generaciones de maestras que vienen recitando palabras que la cruda realidad desmiente una y otra vez.
El alfonsinismo afilia, recauda fondos, contrata encuestas, convoca periodistas y publicistas, moviliza masas. Sus jóvenes disputan a cadenazos los grandes paredones de los suburbios, que los peronistas consideran propios. Raúl denuncia el pacto militar-sindical –la devolución de los gremios al peronismo a cambio de respetar la ley de autoamnistía–, promete enjuiciar a los generales. Juicio y castigo. Las víctimas le creen y vuelven a confiar en el Estado. Los padres y las madres no protagonizarán ningún intento de represalia contra los asesinos de sus hijos.
El fracaso procesista levanta los partidos. Uno de cada tres argentinos se afilia, la cifra más alta del mundo. La mayoría al Partido Justicialista. Este se enorgullece en un afiche. “3.200.000 afiliados. El pueblo ya votó”. Otros dudan. El Beto Imbelloni, íntimo amigo de Herminio Iglesias, me lo dijo así: “Alfonsín hablaba arriba de los techos de los trenes y Luder quería que le sacáramos los negros del palco. Alfonsín era de barricada, parecía el candidato nuestro”. La UTA declara un paro de ómnibus para estorbar el acto en Ferro. Boomerang. La gente camina kilómetros y revienta el estadio. En todo el país el radicalismo protagoniza actos que no se veían desde la campaña de 1946.
¿Dónde cerrar? En River, dicen todos. En el Obelisco, contesta Alfonsín. “Si no lleno la 9 de Julio no puedo ser presidente”. Un millón de asistentes. El peronismo mete otro tanto (o aún más) en el mismo lugar. Pero la suerte está echada. El 30 de octubre de 1983 la UCR logra 7.724.559 votos contra 5.995.402 del PJ.
Alfonsín enseñaba a sus hijos, en la mesa familiar, que la mejor discusión es la que se empata. Ese 30 de octubre de 1983, a los que perdían siempre les demostró que podían ganar. Y a los que ganaban siempre, que podían perder… Y que todos y cada uno tienen derecho a ocupar un lugar en la Casa Argentina. Está por comenzar la Presidencia Incomprendida.

*Periodista, escritor y abogado.