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Titulares

Previsión e imprevisión

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Me acuerdo del jardín. Con el ingreso a la adolescencia las obligaciones aumentaban. Además de la responsabilidad en los estudios, que esquivaba alegre o angustiosamente copiándome en las pruebas de mi amigo  y compañero de banco Claudio Barragán (“¡Soplame, soplame!”, “No sé nada, boludo”, “¡Sí sabés, soplame!”. Y sabía, y me ayudaba), yo me ganaba parte de la mensualidad lustrando los zapatos de mi padre para que quedaran impecables, y realizando toda esa clase de tareas menudas que son el rompedero de quinotos de la economía doméstica y que ni siquiera  ahora, que agonizo tirado en la cama como sir John Gielgud en Providence, puedo recordar. (Por supuesto, lo precedente es mentira, ¿qué agonista escribiría una columna? ¿Cómo lo haría? Pero qué delicia recordar esa película, lapidarse en ejercicios proyectivos de la vejez).

Pero me acuerdo del jardín.

Una de las tareas diarias consistía en regarlo. El jardín tenía al menos la misma cantidad de metros que la casa. Un cerco de ligustrinos y arbustos de jazmines y limoneros y durazneros y un par de ciruelos. Esa tarea afectaba la elevada idea que por entonces tenía de mí mismo. ¿Por qué  –me preguntaba– tenía que dedicar parte de mi vida a la simétrica porfía del riego, que entreteje naderías, curvas de agua cayendo monótonamente sobre el pasto, en una extensión de tiempo idéntica a la que quitaba a mis lecturas (por ejemplo, El juego de abalorios y Demián, de Hermann Hesse, con sus promesas de iniciación mística)? ¿No había acaso mejor vida que la repetición de ese ritual que, sin embargo, y aun entonces, me serenaba? Tal vez no exista pasión más sublime que el aburrimiento, cuando uno acepta su extensión y su mérito. Además, también había, en ese jardín, momentos de excitación, de orgía criminal: cuando los frutos dulces comenzaban a madurar, florecía la plaga de las gatas peludas.

Alguien, un buen escritor, las recuerda blancas y negras. En mi memoria se les suman líneas doradas en el lomo, y también manchas verdes. Quizá eran verdes de recién nacidas y luego crecían y cambiaban de color. Como sea, se fumigaba cuando los árboles se apestaban, pero el tratamiento nunca alcanzaba. Entonces yo, como una elección propia, y sin que eso ameritara un incremento en mi mensualidad, hacía conos de papel con los diarios viejos y encendía sus puntas y arrimaba los lengüetazos de fuego a las hojas de los árboles. Para escapar de la quemazón, las gatas peludas iban cayendo, apretándose en la base del cono. Recuerdo bien el ruido del golpe de cada gata peluda al caer sobre el papel; por encima del crepitar de la llamarada que lo consumía, sonaba como una especie de golpeteo de lluvia en las hojas, un ruido húmedo.

Ser feliz en medio de la desdicha diaria no es tan difícil, se logra apenas uno lo reconoce, pero, a la vez, reconocerlo es perderla. No hay casi emoción que, apenas nombrada, no busque su punto de fuga.

En algún momento de ese tiempo los caminos de nuestros padres se bifurcaron y la casa debió entregarse. La venta se hizo en cuotas fijas, en pesos, a –no podría asegurarlo– dos o tres años. Entonces sucedió algo, fuera del jardín, mientras la tinta negra crecía en los títulos de los diarios que yo quemaba para sacrificar el verdor de las gatas peludas a los esquivos dioses oscuros de los tiempos adversos, y de golpe el dinero de cada cuota se fue licuando. Años más tarde, mi padre comentaría que, a la tercera o cuarta cuota, el valor de ese precio fijo no alcanzaba para comprar un paquete de cigarrillos. Lo decía encogiéndose de hombros, casi con una sonrisa, como si el derrumbe de la vida familiar y la licuación del valor de esa propiedad cuya adquisición debió de haber sido en su momento un desangradero resultara algo que podía cargar sobre las espaldas. Tal vez obraba así animado por la confianza en sus propias fuerzas, en la esperanza ciega de que todo lo perdido puede ser recuperado, algo que por supuesto nunca es cierto. Alcanza con ver hoy los titulares del país para sentirnos como gatas peludas que van cayendo sobre el papel que se va convirtiendo en un cucurucho de fuego. Caemos creyendo escapar de la quemazón.