Había frecuentado su obra cuando me lo avisó. Leí, por ejemplo, su Cicatrices y me gustó mucho ese trabajo de inversión de El jugador de Dostoievsky (la pasión y la demencia del juego en el ruso, la “operación” del juego como práctica de circulación de objetos y dinero). Sus cuentos, secos, que cruzaban mitos griegos con el litoral, me gustaron. Y hacía poco había quedado deslumbrado por su novela más reciente, El entenado. Si algún lector no la leyó aun, la recomiendo: es una novela escrita bajo la advocación (falsa) de la crónica de Indias de los viajeros españoles, el relato de un grumete que es capturado por unos indios y tenido y criado entre ellos como testigo de una civilización aborigen, extrema en su forma de embriagarse y fornicar y alimentarse y vivir en un universo oscuro y elemental. Era como volver a leer Zama, de Antonio Di Benedetto, pero más lejos, más hondo. Así que cuando Alan Pauls me avisó que Juan José Saer –que vivía en Francia– iba a cenar a su casa y que íbamos a ir varios a conocerlo, por supuesto fui.
Pero, ¿quiénes éramos? ¿Estaba Chitarroni? Chejfec, ¿seguro? ¿Caparrós? No me acuerdo. ¿Bizzio? Me parece que no. ¿Yo? Tal vez sí. No hay escena que no se borre de la memoria o que construya una memoria sustituta y conjetural. Solo recuerdo esto. En algún momento de la cena, todos le ofrecimos la cumplida cuenta de nuestra admiración por El entenado, y Saer, un poco cansado de la unanimidad, pidió una observación, una pequeña crítica, una diferencia. En medio del silencio, para cumplir, me animé a ofrecerle una objeción, mínima, sobre una frase: una crítica a pedido.
No recuerdo cuál. Luego callé. Saer sonrió, amablemente, y no dijo nada. A la hora –habíamos salido a tomar un café por el barrio– y a cuento de nada, quise opinar sobre algo y él me dijo: “Vos callate que ya hablaste demasiado”.
A ciencia cierta, siempre se aprende con las estrellas.