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Sic transit gloria mundi

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En la adolescencia leí Sinuhé, el egipcio, de Mika Waltari. Desde el principio me atrapó la voz del narrador, su tono a la vez elegíaco y melancólico, que cuenta con un pie en la tumba lo que vivió y conoció, se despide de todo lo que supo perder. La historia mezcla relatos de larga data y de éxito probado (Moisés, Teseo y el Minotauro, el Quijote) y sucede en el Antiguo Egipto, durante el período histórico de la disputa entre Amón y Atón, es decir, el momento del pasaje del politeísmo al monoteísmo que tanto fascinó a Freud.

Una noche, siendo aun virgen, un joven médico, Sinuhé conoce a Nefernefernefer y su sangre se licúa de pasión. Ella dice ser sacerdotisa de Bastet, la diosa gata, pero es solo una prostituta de alto nivel. Nefernefernefer es blanca, altiva, bella, tiene los muslos lisos y el pecho caliente y la cabeza rapada a la moda egipcia, y cuando se entrega a Sinuhé lo hace burlonamente, acusándolo de inepto, incluso bosteza en medio del acto carnal, y apenas Sinuhé acaba lo arroja de su lado, fingiéndose cansada. Pero Sinuhé no se harta, insiste en volver, y ella le cobra un precio más alto a cada retorno. El sacrifica todo, pierde sus ahorros, cede todo, desde su diploma de médico hasta la tumba de sus padres (adoptivos), para pagar por la entrega de una mujer con alma de gata cruel que se divierte con su sufrimiento, que le desgarra el alma y no le brinda el menor placer.

Sus padres mueren y sus almas (Ka) ya no podrán iniciar su tránsito hacia el otro mundo porque Sinuhé no tiene las monedas necesarias para pagarlo. En la miseria más completa, Sinuhé vende sus servicios como médico en la Casa de los Muertos, la institución ritual donde se cumple el proceso de momificación. Es el peor destino que se puede imaginar. Y es allí donde Sinuhé concebirá su venganza contra Nefernefernefer. Pero eso no es lo que ahora importa, sino el efecto que en mí tuvo esa narración acerca de un hombre que lo entrega todo a cambio de nada.

De alguna manera, a partir de esa lectura, me sentí signado a futuro por ese destino de remordimiento, entrega y destrucción. En mi vida sentimental, para preservarme (quien se reserva, gobierna), nunca jamás le dije a una mujer que la amaba. Obraba con la prudencia de alguien que a partir de la experiencia ajena (literaria) conoce la promesa del futuro como catástrofe y hace lo necesario para evitarlo. No es extraño que, de adulto, no haya tenido vicio alguno: ni alcohol, ni juegos, ni drogas. Solo la experiencia reiterada de estar con mujeres a las que no les daba lo que me pedían: amor. Lo evité siempre para salvarme de la ruina. En ese arte de equilibrista sentimental pasaron los años, pasé buena parte de mi vida. Pero ahora que decidí cambiar de posición ya ninguna me da bola.