Es desesperante. Como si ya no pudiera vivir sin andar a los gritos y en cuero por la vida, Alfredo de Angeli fue esta semana (¡nuevamente!) paradigma de confusión oscura y torpeza conceptual inaceptable.
Hace varios días atrás había atacado de la peor manera a Néstor Kirchner, perpetrando la hazaña de victimizar a esa persona tosca y empecinada que conduce a la Argentina hace seis años. Ahora, como buen incontinente cabal que aprendió a adorar los micrófonos y no poder vivir sin ellos, el ruidoso y caótico De Angeli acusó a los medios de sacarlo de contexto, tras haber dicho que a los peones de estancia hay que llevarlos a votar y decirles cómo deben hacerlo.
Eficaz como felino de caza, Kirchner le clavó sus dientes en la yugular. Hablar no es gratis y los gazapos son especialmente costosos en una sociedad tan taimada como la argentina, de modo que De Angeli fue atendido, como se merecía, por un Kirchner que lo retrató, justo él, como un retardatario que desprecia a los peones y adhiere a las peores prácticas del fraude conservador.
Si el rudimentario y ya indigerible De Angeli es una máquina de proferir afirmaciones primitivas y se le advierte que ha sido colonizado por lo peor de los medios, Kirchner, por su parte, aporta con fervor al cambalache, no sólo con sus frecuentes episodios cada vez que le salta la llave térmica, sino también con sus desplantes de omnipotencia despótica.
Sin temor ya de ser visto como lo que es, un agreste recaudador de poder, aterrizó con el (su) helicóptero presidencial en la cancha de Rácing para llevarles de regalo cuatro televisores de plasma a los jugadores del plantel, testimonio de su efervescencia futbolística. No se cuidó, ni tuvo remilgos: tío rico ubérrimo de posibilidades, no pasó por su cabeza alguna forma más solidaria, noble y progresista de testimoniar alegría futbolera. Los que en los años ’60 delirábamos de placer con las sencillas hazañas del “equipo de José”, sabíamos que tras la leyenda de 1966 y la Intercontinental de 1967 ganada al Celtic de Glasgow, no vendría un político rico a derramar electrodomésticos. Esos eran triunfos nobles, que producían alegrías sencillas y verdaderas.
La hiriente barbarie lingüística de De Angeli, que hace pocos días participó de lo más entusiasmado en un programa de televisión donde dialogó con el veterano caudillejo nazi Alejandro Biondini, hace masa crítica con la incontinencia proselitista de Kirchner. Ambos hechos, como el mítico “te odio, te odio,” de Luis D’Elía a Fernando Peña, muestran el bestiario de los más prominentes, donde el parloteo envenenado, pobre pero tóxico, son los rasgos principales.
Como dice la exquisita columnista uruguaya Claudia Amengual, “las formas importan. No sirven si no se sustentan en la solidez de los conceptos, pero tampoco lucen los conceptos cuando se diluyen en la ausencia de formas. El discurso vacío es tan horrendo como el discurso que miente”. Para la escritora montevideana, “la lengua tiene un papel fundamental en la cohesión firme de estas dos caras de la moneda. No es sólo lo que se piensa, sino lo que se dice y cómo se dice. La lengua es importante porque está cargada de simbolismo, pero además, porque no sólo se nutre de la realidad. También la crea”.
Advierte que “si la transgresión es inteligente, se potencia el concepto; si la transgresión agrede, la comunicación se dificulta porque se crea resistencia como mecanismo de rechazo y defensa. Confundir sinceridad con ordinariez, me parece un error”.
Eso es lo que viene abundando del lado argentino del Río de la Plata, el predominio de una insufrible ordinariez disfrazada de audacia. Esta semana, mientras compraba en un negocio de la avenida Quintana de Recoleta, reparé que los empleados escuchaban un programa de una FM de música pop. Eran las 10.45 de la mañana y tres alegres bastoneros debatían en la radio sobre el ancho de las vaginas, y la mujer del trío confesaba que a ella le gustaría hacerse la operación de re-virginización, porque tampoco le gustaba que le aplaudieran dentro de su intimidad. Nunca hice compras en situación tan deleznable, mezcla de vergüenza ajena y horror civil.
Dice Claudia Amengual: “Hay que preguntarse (…) si las transgresiones son eficaces para llegar a nuestros interlocutores o si, por el contrario, contribuyen a levantar barreras y sacan a flote el peor de los conservadurismos. Pero, sobre todo, hay que entender que el uso de la lengua jamás es impune. Al hablar y al escribir, no sólo se comunica, también se educa y se gobierna”. En la Argentina, el gutural De Angeli ruge como un cuadrúpedo, mientras que Kirchner, especulativo, lanza plasmas desde los helicópteros, dos símbolos de que la impunidad goza de buena salud.
Vuelvo a la elocuente uruguaya, para quien “la pobreza expresiva (…) trasluce pobreza conceptual o, en el peor de los casos, una violencia contenida que reverbera en la transparencia elocuente de las palabras”.
Esta indigencia no es una preocupación menor, parte pequeña de devaneos retóricos. Si algo ha desnudado la campaña electoral que se irá apagando en las próximas 72 horas, es la condición menesterosa de la capacidad de debatir en serio, confrontar ideas y edificar razonamientos serios en la Argentina.
Los medios no han sido ajenos a esta prostitución sinfónica de la idea democrática. En una crónica política de hace pocos días, el redactor de un matutino se valió de este lenguaje para describir el intenso debate sobre estatizaciones y privatizaciones: “Salió a cargar”, “arremetió”, “abrió el fuego”, “disparó”, “el último round”.
En esta escandalosa devaluación de la riqueza civil de una polémica típica en democracia, también el periodismo ha jugado un papel destacado en su pretensión de demoler la supremacía de los argumentos, en tributo a la superioridad del ruido bélico.
Convertido en cuartel, reñidero ensangrentado y circo romano, el panorama político argentino no podría estar peor. Por eso se habla y escribe de manera tan gruesa, hiriente y pobre de matices. Esa indigencia es la fotografía más devastadora y elocuente de la escualidez nacional.