Richard Yates nació en Yonkers, Nueva York, en 1926. Peleó en la Segunda Guerra Mundial y contrajo tuberculosis en el frente –de esta experiencia sacó un cuento grandioso llamado Ningún dolor– y pasó una larga temporada en un hospital de veteranos de guerra. Como Salinger, a su manera, él también tuvo un colapso nervioso, con la diferencia de que parece haberle durado toda la vida. Dice la leyenda que a su muerte encontraron en una heladera el original de una novela inacabada. ¿Qué tipo de persona guarda en una heladera un manuscrito? Respuesta: Richard Yates, uno de los más grandes escritores norteamericanos. En Buenos Aires hay algunas novelas publicadas por Emecé que están descatalogadas y se pueden encontrar, si se tiene mucha suerte, en usados: El salvaje viento que pasa, Desfile de Pascuas. Y el libro de relatos Once tipos de soledad, donde está el cuento nombrado unas líneas más arriba. Yates hizo casi todo lo que hacen los escritores yanquis que la tienen que yugar para conseguir plata: escribió guiones para Hollywood, dio talleres de escritura creativa en la Universidad de Iowa y hasta escribió discursos para los políticos (Robert Kennedy). Fue casi un ghostwriter de sí mismo. La edición argentina de Once tipos de soledad tiene un prólogo hermoso –y una buena traducción– de Esther Cross. Escuchen cómo empieza: “El 6 de enero de 1985, la sección de libros del New York Times publicó la carta de un lector que escribía desde Winona, Texas, en defensa de Young Hearts Crying, una novela de Richard Yates criticada por Anatole Broyard. Como los comentarios de Broyard abarcaban toda la obra de Yates –que ya incluía Once tipos de soledad– la carta reivindicaba, en consecuencia, toda su escritura. El airado lector condenaba la observación de Anatole Broyard, para quien Yates carecía de estilo y elocuencia actoral”. El lector que defendía a Yates había sido su alumno y remarcaba que Yates no era un escritor al que le gustara hacerse notar. El error está en tomar por una falta algo que es un acierto. Algo de verdad hay en esto. Yates es un escritor que trabaja en silencio por debajo de sus personajes. Pero hagamos una salvedad: la principal virtud de un escritor, a veces, es también su principal debilidad. Si no te gusta que la realidad sea inestable y lenta, es difícil que te guste Saer. Si no te gusta que alguien piense demasiado un adjetivo, es probable que Borges te dé arcadas (el “ínfimo” cuchillo, la “unánime” noche”). Hace poco nos visitó Michel Houellebecq, un hombre que parece hastiado de sí mismo, con cara de pocos amigos y la ropa mal planchada. El francés tiene, en mi opinión, dos libros notables: Ampliación del campo de batalla y Las partículas elementales.
Después me parece que empezó a trabajar la máquina de hacer pájaros y suele armar sus novelas como si las pensara en una mesa de edición de una revista. ¿Con qué vamos de tapa? Con el fundamentalismo islámico. O con la clonación, etc. Houellebecq es, dicen para promocionarlo, un provocador, como Teo Gutiérrez. Cuando yo estaba en la Facultad de Filosofía tenía un amigo que se llamaba Juna Doglioli. El me enseñó una cosa que después fue clave en mi vida: no buscar la compañía de la gente para soportar el dolor, no usar al otro como paliativo. Lo que se llama la prueba de soledad en el paisaje. La visita de Michel Houellebecq me hizo recordar ese consejo de Juan. El tipo no parecía estar a gusto en ningún lado. Y sin embargo había cruzado el mundo para venir a contestar preguntas supuestamente políticas –muy pocas literarias– y cumplir a rajatabla el rol de provocador. Y sometiéndose para eso a charlas públicas, visitas a funcionarios, comidas con el ministro de Cultura, en la embajada, en las librerías. ¿Por qué? Es millonario, no tiene que trabajar como tenía que hacerlo Richard Yates para ganarse la vida. Puede viajar por donde quiera sin necesidad de someterse al estéril escrutinio público. Mi teoría, sencilla, es que no soporta estar solo.