Hay niveles de conciencia cívica que a ciertas sociedades les lleva más tiempo que a otras alcanzar. Por ejemplo, con los años todos los pueblos terminan escandalizándose con la violencia de género mientras que su generación anterior la consideraba algo venial. La evolución de las sociedades se mide tanto por el tipo de faltas que dejaron de ser graves y pasaron a ser disculpables, o directamente a no ser consideradas una falta, como por aquellos comportamientos que se tomaban como una picardía y pasaron a ser faltas graves.
Con la relación entre la publicidad, los medios y la política sucede algo parecido. Cuando Editorial Perfil comenzó su juicio contra el Estado por la discriminación del Gobierno con la publicidad oficial, en 2006, los políticos asumían que tenían el derecho de utilizar la publicidad oficial como un premio o castigo a los medios, y la mayoría de estos últimos aceptaba resignadamente ese papel, como sucede con todas las víctimas de violación de derechos mientras no hay conciencia de la existencia de esos derechos.
Hoy, siete años después de iniciada aquella demanda, todos los políticos y los medios saben que la discriminación con la publicidad oficial es una práctica penada por la Justicia que otorga derecho de reclamo a quien la padece, y eventual indemnización.
Ahora la lucha es porque ese mismo concepto de discriminación con la publicidad sea extendido también a los avisos privados, y ninguna empresa pueda –por ejemplo– levantar la publicidad de un medio como forma de castigo por publicar una información negativa, aunque verdadera, sobre ella. Cualquier intervención, incluida la comercial, que pretenda hacer que se omita determinado tipo de contenidos es un acto de censura. Provenga del Estado o de un gran anunciante privado.
El dueño de una empresa no puede escudarse diciendo que, a diferencia de la publicidad oficial, que se realiza con fondos públicos, la suya es con su plata y puede hacer con ella lo que quiera. Al revés: imaginemos que un medio tiene una información muy negativa sobre una empresa y, en lugar de publicarla, decide no hacerlo a cambio de dinero de la empresa, aduciendo que la información es la mercadería que produce un medio y, como es su dinero, puede decidir libremente “vendérsela” a la empresa o al lector. Lo mismo si en lugar de una empresa se tratara de un funcionario.
Obviamente, hay medios corruptos que venden su información al mejor postor y hasta extorsionan con información que producen especialmente para ese fin. Pero eso es claramente reprobado por todos, y quienes lo hacen tratan de esconder sus actividades. Mientras que un gran anunciante que levante la publicidad de un medio en represalia por contenidos de ese medio que lo disgustaron, para hacerle pagar un costo económico, es algo que no se esconde tanto y en algunos casos hasta hay quienes se ufanan de hacerlo porque no existe condena moral precisamente por falta de desarrollo cívico. Un buen ejemplo fue el periódico satírico Barcelona, que tituló en su última edición: “Cada vez más empresas desean que el Ejecutivo las ‘apriete’ para que no pongan avisos en los grandes diarios y ahorrarse así millones en publicidad mientras siguen obteniendo ganancias extraordinarias gracias a la política oficial”.
Pero mucho más grave aun es cuando un grupo de grandes empresas se carteliza y coordinadamente retira la publicidad de determinados medios. Allí se alcanza igual gravedad que con la discriminación con la publicidad oficial porque, además, ponen en riesgo la continuidad de esos medios.
Para dar una dimensión de las consecuencias, la decisión de los supermercados y casas de ventas de electrodomésticos de no hacer publicidad en diarios significa para el diario Clarín una menor venta anual de publicidad de 220 millones de pesos, y para el diario La Nación, de 100 millones. Como representa alrededor del 20% de sus ventas de publicidad, de mantenerse esta medida ambos diarios pasarían a perder dinero. Y en el caso del diario PERFIL, como ya pierde dinero, aumentará su pérdida aunque en volúmenes menores que los de Clarín y La Nación, por su menor frecuencia y circulación.
Estos anunciantes no parecen percibir que, al seguir las directivas del Gobierno de no poner publicidad en los diarios, son cómplices en un boicot contra los periódicos y asumen contingencias judiciales.
El Acta de Chapultepec, promovida por la Sociedad Interamericana de Prensa y refrendada por la mayoría de los países de América, en su Principio 5 condena “la creación de obstáculos al libre flujo informativo”; la declaración de la Convención Interamericana de Derechos Humanos de la OEA (Pacto de San José de Costa Rica), en su artículo 13 punto 3, se refiere específicamente a privados y no sólo al Estado al decir que “no se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares”; y su equivalente de la Unión Europea, en los comentarios del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, en referencia a la libertad de prensa condena poner “obstáculos al ejercicio de esta libertad llevando a cabo una interpretación amplia de los límites”.
Las asociaciones de editores hasta ahora denunciaron el incumplimiento de la Ley de Defensa de la Competencia. Pero no se trata sólo de transacciones comerciales. Cuando el dinero se utiliza como arma para modificar la libertad de expresión, deja de ser regido por las leyes del comercio para pasar al campo de lo ético, lo político y, finalmente, de la Justicia penal.