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su santidad

Puré de Papa

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Que el hábito hace al monje lo demostró mejor que nadie Bergoglio cuando asumió como Francisco. Quien se haya tomado el trabajo de cotejar sus homilías arzobispales con el momento de su asunción –un ave blanca en el balcón de San Pedro, imponente, el Espíritu Santo materializado y no una piojosa paloma– habrá notado, más allá de las dificultades con el latín y la poca frecuentación del italiano, una profunda modificación en las inflexiones de la voz.

Bergoglio era la suavidad sacerdotal hecha persona, pero bajo la seda se advertía el peso de la autoridad midiendo cada palabra. Francisco, en cambio, ofreció desde el inicio el milagro de la mutación actoral, la voz puesta en acto para producir una especie de sentido universal; más que un nuevo Papa hablaba un abuelo desde un más allá de la sexualidad, la pureza de una intención inmaculada: la entrega de alguien que se ofrece en la transparencia para que en él se pueda confiar.

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Su segundo milagro fue el efecto poderoso de su afán didáctico. En alas del poder, cada paso fue un signo, y su desplazamiento por el terreno enjabonado del Vaticano resultó un magisterio para millones. Nunca tanto tantos quisieron tanto con tan poco, dado por alguien que dice venir para reformar, arrepentirse y dar, pero que principalmente se ha ocupado de fundar hacia atrás los mitos de su biografía. Es cierto que Francisco ya no es Bergoglio, pero también lo es que una persona, por mucho que lo intente, no se convierte en otra. En sus dos versiones, tanto uno como otro se muestran como profesionales de lo inabarcable y son pasibles de plurales interpretaciones. Uno aprendió cómo es la Iglesia dentro del peronismo, el otro sabe cómo es el peronismo porque lo aprendió en la Iglesia.